Jorge siempre dice que la vida es una autopista donde los hombres son los coches que van en una dirección y las mujeres los que vienen en sentido contrario. Eternamente condenados a cruzarnos para coincidir tan sólo en ese breve intervalo de tiempo que paramos en una gasolinera para repostar.
Jorge nunca ha sido un tipo demasiado original, pero es mi amigo desde hace un buen montón de años, y precisamente al principio de esa cierta cantidad de años que nos conocemos estuve enamorada de él (platónica, afortunadamente). Debía de tener unos doce años cuando le vi por vez primera, melena rubia al viento y violonchelo al hombro, saliendo del Conservatorio. No tardé en averiguar a través de Lorena, una amiga que estaba unos cuantos grados (y años) por debajo de él, su nombre y poco más. Datos más que suficientes para que una preadolescente soñara con un príncipe azul rubio y de ojos azules (algún día deberé consultar con mi "psicoanalista" si mi rechazo a los hombres rubios y de ojos azules proviene de ahí). Pero la vida da muchas vuelta, Asturias y más Oviedo, es un pañuelo, y al cabo de algo más de dos años acabamos siendo parientes, ironías de la vida. Claro que para entonces a mí ya se me había pasado la tontería, y eso que acababa de cumplir los quince, y él que ya andaba en los veinte acababa de conocer a una argentina que le robaría el corazón y la cartera.
Jorge era experto en darme los consejos que él nunca se aplicaba, ya fueran de índole sentimental o estudiantil, pues ese era mi oficio por aquel entonces. Fueron pasando los años, y la amistad se fue consolidando entre distancias, ausencias y reuniones familiares y cuando yo ya había entrado en la veintena y él estaba a punto de abandonarla, lamiéndome las heridas yo de mi enésimo fracaso sentimental y a punto de nacer el segundo hijo de su idílico, al menos aparentemente, matrimonio con la argentina, decidió tomar las riendas de mi vida, al menos en el plano sentimental y ponerle orden. Estaba empeñado en que él sería capaz de encontrar lo que yo en veintimuchos años no había encontrado, a saber, mi media naranja, al hombre de mi vida. Y me apuraba para que sentara la cabeza, me casara y tuviera hijos, y pudiera unirme con todos los honores de miembro al selecto club que cada domingo por la tarde se reunía en su familiar adosado para hacer una barbacoa. Un par de matrimonios amigos, su hermana y cuñado y algún que otro vecino indiscreto.
Comenzó a presentarme compañeros de trabajo, desempolvó sus viejas agendas rebuscando números de telefóno para encontrar viejos amigos o compañeros de universidad, incluso cuando paseábamos por la calle y nos cruzábamos con algún tipo aparente sobre el que yo posaba mi mirada insistía en pararnos e interpelarle.
Pero el "producto estrella" eran los primos de su mujer, ya he olvidado el número, pero creo que no eran menos de 20, supongo que muchos de ellos no eran exactamente primos.
Nacha, la esposa argentina, era de Mendoza, a los pies del Aconcagua y situada a no se cuantos miles de kilómetros de Buenos Aires, pero no se por qué razón, tal vez porque pensaban que sonaba más "cool", todos sus primos me eran presentados como bonaerenses, y una no va a negarlo, pero siempre ha sentido cierta debilidad por el acento porteño... Ni que decir tiene que las citas eran fracaso tras fracaso, pero Jorge no cejaba en su intento.
El último chico que me presentó se llamaba (o le llamaban) Nino, también era "primo" de su mujer, aunque era uruguayo, que para mí era lo mismo. No sé por qué acepté, supongo que Jorge se puso más que insistente francamente pesado. Me dijo algo que me convenció, "no te conviene del todo, pero...., es un último recurso". No sé si lo qué me convenció era lo de que no me convenía, siempre a contracorriente, o que era el último recurso, tal vez si aceptaba él se plantaría y a partir de ese momento sería yo la que me buscara mis propias equivocaciones.
Quedamos un viernes por la tarde, recuerdo que era viernes porque por aquel entonces tenía esas tardes libres, y porque ante tal avalancha de citas había decidido instaurar los viernes tarde como el horario oficial para mis citas a ciegas. Tenía sus ventajas sobre otros momentos de la semana, si salía bien, caso harto improbable, siempre se podía extender la cita al resto del fin de semana, si era un fracaso, lo más habitual, aún quedaba sábado y domingo para resarcirse.
Nos vimos a eso de las cinco en uno de esos cafés llenos de viejecitas tomando Schwarzwäldertorte y capuccino. La elección debió ser mía dado que siempre me gustó la elegante decadencia de esos locales. Cuando llegué él ya estaba sentado ante una taza de té y leyendo, no recuerdo si era un periódico o una revista. No me resultó difícil reconocerlo, pues la descripción que tanto Jorge como Nacha habían hecho de él era exhaustiva. Pelo largo y moreno, ojos y manos inquietas, chaleco... hasta me habían descrito el tipo de calzado que solía usar, conocedores como eran de una de mis muchas manías a la hora de analizar a una persona, sus zapatos.
No estaba del todo mal. Pasaba ampliamente de los treinta (le pregunté la edad) y no esperaba nada de la vida. Me resultó simpático, era un estupendo orador y creo que nos caímos bien. Pasamos un rato agradable y decidimos continuar viéndonos. Podría decirse que comenzamos a salir, que es lo que según Jorge, hacen un hombre y una mujer cuando se aburren. Luego se aburren de no aburrirse y la relación se rompe con la esperanza de encontrar otra persona con la que aburrirse, tal vez más, tal vez menos. Y eso, creo que fue lo que nos sucedió a nosotros. No hubo una ruptura oficial ni definitiva, simplemente dejamos de vernos. Solíamos hacerlo casi a diario, él me esperaba en la estación de metro a la salida de mi trabajo (a él durante aquellos meses nunca le conocí oficio, siempre decía que vivía de los que ahorraba durante el invierno, que pasaba en su país natal, trabajando en un chiringuito playero en Punta del Este; de esta forma, bromeaba, vivía en un eterno verano). Y un buen día él no me llamó, y yo tampoco le llamé para concertar nuestra cita habitual. Me gustaría pensar que dejó pasar los días esperando que yo le demostrara hasta qué punto tenía interés por él. Y se lo demostré al cabo de más de cinco meses, cuando estando de mudanza eché en falta unos cd´s de Brassens que juraría un día había olvidado en su casa. Francamente no tenía interés especial en verle, pero quería recuperar los discos, que en realidad ni me pertenecían, me los había prestado hacía cierto tiempo una amiga con la que había tenido un fuerte enfrentamiento hacía meses, poseer aquellos discos que sé ella echaría en falta era una especie de victoria en nuestra guerra particular.
Quedamos, él apareció con los discos, tomamos un café y fuimos a su apartamento... Nos despedimos con la promesa de llamarnos al día siguiente, de eso hace casi dos años.
Me caía bien, nos caíamos bien, y yo le tenía un inmenso cariño. Pero no discutíamos nunca, no nos peleábamos ni nos acostábamos con otra gente (y creo que él no estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones).
Pero volviendo a Jorge... por fin le llegó el tan merecido y deseado ascenso, que suponía un traslado a Frankfurt con la familia y la promesa de que en no más de dos años podría instalarse en España, tal vez en Madrid.
Solíamos hablar telefónicamente todas las semanas, desde nuestros respectivos trabajos, por supuesto, y teníamos largas conversaciones poniéndonos al día de nuestras cada vez más aburridas vidas. Él me hablaba de los progresos de sus hijas y yo de mis no progresos. Poco a poco las llamadas se fueron espaciando en el tiempo, y a los cinco o seis meses dejó de llamarme. No le dí importancia porque suponía que estaría ocupado, el trabajo sé que le absorbía mucho tiempo, demasiados viajes, y por mi parte mi vida también se había complicado un poco con nuevos horizontes a los que enfrentarme.
Tan sólo hace un par de días recibo una llamada suya, acaba de llegar a Oviedo, a pasar unos días de vacaciones con la familia, y quedamos para vernos y charlar. Las negociaciones para elegir en qué lugar vernos fueron duras, pues poco queda del Oviedo nocturno que él conoció, pero al final logramos ponernos de acuerdo y nos encontramos ante una guinness en el Ca Beleño. Hacía muchos meses que no le veía, y más bien parecía que hubieran sido años. Parecía haber envejecido de repente, su mirada era gris, y tras no más veinte minutos de charla me di cuenta de que sólo era yo la que hablaba y que el único tema de conversación era mi mismidad. Ningún comentario sobre su mujer, sus hijas, su adosado o la niñera.
No tenía demasiadas ganas de hablar, pero era obvio que algo le ocurría, y cuando íbamos por la tercera cerveza me contó que él y Nacha estaban en trámites de separación y sin vuelta atrás. Había una tercera persona. Alguien conocido, un amigo, uno de sus mejores amigos, también casado con una amiga. Una de esos matrimonios con los que compartían barbacoa los domingos. Ella se quedaba con la casa, que ya compartía con su nuevo compañero, con las niñas, con el coche, y a él lo enviaban a Madrid, que había sido su destino soñado y se había convertido en lo más parecido a un destierro.
Me sentí tan mal, creo que incluso más de lo que me hubiera sentido si me viera en semejante situación. Porque Jorge es de esas personas que no han nacido para tener desengaños amorosos, no se lo merece. No es como yo, acostumbrada a los fracasos, que hace tiempo asumí que soy incompatible con una pareja estable. Y precisamente cuando veo que alguien tan extraordinario como Jorge fracasa en su matrimonio no puedo evitar preguntarme a qué puede aspirar alguien como yo.