Useless desire (I)
Si alguna vez la vida te maltrata,
acuérdate de mi,
que no puede cansarse de esperar
aquel que no se cansa de mirarte.
Dedicatoria (Habitaciones separadas) de Luis García Montero
Él siempre dice que las cosas no suceden ni pronto ni tarde, sino en su justo momento. Que no hay retrasos, ni por tanto anticipos. Que yo nunca llego tarde a las citas… aunque siempre me adelante a los acontecimientos.
No puedo estar más en desacuerdo, y no hablo de retrasarme, costumbre cada vez más mía, conjugándose los semáforos y las plazas de aparcamiento en mi contra. No… simplemente a veces llegamos tarde, sin disculpas… y en cambio otras es la vida la que nos adelanta.
No voy a excusarme, no aquí ni ahora, en todo caso de hacerlo tendría que ser ante mí misma y eso no se me da bien y me produce pereza, al menos hoy y en este momento.
Desde luego no ante él, sería perder el tiempo, un tiempo que ahora ya sólo es mío y no estoy dispuesta a malgastarlo en inútiles caminos. Tampoco ante ti, aunque llegara tarde ese día, o tal vez debería decir llegamos, y como decía la canción… tarde, pero nos reconocimos.
Intento recordar cómo acabamos los cuatro juntos y perdidos en aquella ciudad que yo afirmé rotundamente conocer y que me era por completo desconocida:
-“Oh, sí… cómo no. Claro que conozco un buen puñado de bares con buena música y mejor ambiente. Si me aceptáis como guía prometo que no olvidaréis esta noche”. Mentía descaradamente ante la mirada complaciente de ella y vuestros rostros iluminados por la mejor de las sonrisas.
El plan era, creo recordar, cena, ella y yo con unos amigos y nuestra amienemiga favorita. Dada esta última circunstancia todo indicaba que la noche en compañía acabaría pronto, precisamente para buscar una distinta y nueva. No contábamos con vosotros.
Nos presentó uno de los chicos. Que no os presté demasiada atención fue evidente, que ellas os prestaron demasiada, también. Para mí y en aquellos primeros momentos no representasteis más que dos tipos aparentes y probables*, estaba demasiado ocupada con mi teléfono móvil en tiempos y distancias mejores.
Tras la cena y la llegada de las primeras discrepancias, ella no quería despegarse de vosotros, yo quería ir a mi Diario y la otra quería ir a bailar salsa, nos separamos entrando en juego mi impostura, conociendo como conocía sólo dos calles, arriba y abajo y un par de bares de mala muerte donde las probabilidades de encontrarme con El profesor eran altamente peligrosas.
Resultasteis ser dos tipos tan encantadores, al menos aquella noche, que la improvisación cedió lugar a las cervezas, al ron, al humo y a las conversaciones (a gritos para hacernos oir); al intercambio de teléfonos y emails cuando ya amanecía y nos despedíamos con la promesa de volver a vernos… en cuanto fuera posible.
Él dejó caer que el lunes tendría que pasar cerca de mi lugar de trabajo, que tal vez, si me apetecía, podríamos vernos, comer juntos a mediodía… si me latía… si surgía…
-“Sí, cómo no… ya hablamos… te llamo… me llamas”, confesaré que no había mucha convicción por mi parte, pero ya había comenzado a notar como ella te miraba.
Mañana de lunes. Me llama ella. Prescinde de la corrección y el saludo, ni un lacónico buenos días que si recibe por mi parte; ni que los lunes tuvieran algo de bueno y no es que lo tengan de malo.
-“¿Le has llamado?”
Apenas me da tiempo a acomodar el auricular en la oreja y ya me está interrogando. No sé de quién me habla. No recuerdo a quién debía llamar. ¿Acaso tenía una llamada pendiente?.
-“Porque si él no te ha llamado deberías llamarle tú”.
El interrogatorio da paso a una disertación acerca de cómo tomar la iniciativa.
-“¿Opinas que debería hacerlo?” (Ni que me importara su opinión).
-“Por supuesto que sí, ni lo dudes. Ya estás tardando”.
Le prometo que lo haré ipso facto, en cuanto deje de hablar con ella y tras un breve intercambio de estados e información nos despedimos con la palabra dada de llamarle.
Pero no lo hago. Mi diligente cabecita me dice que sería más apropiado un impersonal (y más barato) SMS del tipo: “Hola, soy Daedalus, nos conocimos el viernes, tal vez me recuerdes (o no). Nos presentó un amigo común..."
Cumplida mi misión vuelvo a mis tareas laborales y me olvido del tema. Al escaso cuarto de hora suena el teléfono.
-"¿Ya le has llamado?, ¿Qué te ha dicho?, ¿Habéis quedado?.
Le digo que le envié un mensaje, que no me apetece hacer llamadas personales desde el trabajo, que está lloviendo a cántaros para salir fuera a la calle y llamar desde mi móvil... ninguna de mis disculpas la acaban de convencer del todo, me temo, tampoco lo pretendo.
-"En cuanto te conteste me avisas".
La respuesta se hace esperar y cuando por fin llega, como no podía ser de otra manera, es una disculpa del tipo: "hoy estoy liadísimo etc, etc". Como yo no soy del género insistidor y mi interés en él oscila entre el poco y el nada decido llamarla antes de que ella lo haga para informarle y cerrar el tema. Su decepción no puede ser más grande (y mi alivio).
En la tarde de ese mismo día, ya en casa, comienza a oírse por algún rincón la melodía que Antón Karas compuso para la banda sonora de El tercer hombre (ahora sustituida por Mancini y su Pink panther). Como es habitual en mí no sé donde he dejado abandonado el teléfono. Cuando por fin lo localizo guiándome por su música ya ha dejado de sonar. Era él el que llamaba. Ya volverá a llamar, me digo.
Efectivamente, vuelve a llamar. Tras un “¿cómo estás, linda?” que me deja descolocada (pero qué me ha llamado este romano) viene una sucesión de disculpas (nada me irrita más que las disculpas no precisadas) y la propuesta de que nos veamos el viernes. Como soy una buena amiga, especialmente de mí misma, propongo ampliar la cita a cuatro e invitarla a ella y a ti. Parece dudar en los primeros momentos, no sabe si tú, su amigo, tendrás ganas. Estás muy liado, no pasas por buenos momentos, tu última novia te ha dejado, aún no te has recuperado y un buen montón de razones y excusas que a mí, inasequible al desaliento, me parecen muy poco convincentes. Propongo ser yo la que hable contigo. Seguro que soy capaz de convencerte porque alguien que presenta ese cuadro de despropósitos nunca podrá negarse a emborracharse en compañía.
Me arrepiento de haberlo dicho nada más decirlo pero él aunque a desgana parece estar de acuerdo y deja en mis manos la tarea de organizarlo todo excepto la elección de restaurante, eso es cosa suya.
Así comienza un baile de llamadas y mensajes entre él y tú, eso lo supe más tarde, ella y él, eso lo supe casi al instante, ella y yo y por fin tú y yo. Desde luego supiste fingir a la perfección tu sorpresa ante mi llamada, que ya era esperada, y a pesar de hacerte de rogar un poco, supongo que eso formaba parte del papel a representar, a los escasos dos minutos ya teníamos una cita, aunque fuera a cuatro manos.
*Los hombres se clasifican, o yo los clasifico, en posibles, imposibles, probables e improbables. Una clasificación al margen se ocupa de los macarras, que es la clase suprema, el resto se dividen entre metrosexuales de gym y gafapasta con ínfulas intelectuales.