Como sombra furtiva colándose en las cuatro esquinas de mi alma
C. me presenta a Eme, una ecuatoriana bajita, morena y relinda. Tres pasos más atrás caminan sus respectivos chicos. Nos encontramos con mi hermana, una de ellas, la única que vive aquí, y sus adláteres. Ellos se enredan a hablar sobre Alonso (estamos a sábado a media tarde) y la próxima carrera del domingo. Nosotras nos adelantamos y hablamos de acentos, del suyo propio, del de C., tamizado tras tantos años madrileños; del mío, casi inexistente, dicen, que no lograrían ubicarme. Y hablamos de la belleza y otros demonios mientras Eme me enseña en su iPhone las fotos de sus niñas. Dos chiquillas sonrientes, rubísimas y de ojos claros que tienen la misma cara de su madre y que lógicamente son igual de guapas, si cabe, que ella. Y miro a su chico, que ya se ha quedado atrás, y lo digo, que sus hijas son guapísimas, que es lógico, que ambos progenitores lo son. Y ella contesta que las rubias están sobrevaloradas, que muchas veces, cuando las va a recoger a la salida del colegio las otras madres la toman por la niñera, por la mucama, por 'la chica'; nunca por la madre. Que eso no le pasa al padre, que a él sí le toman por el progenitor, que nadie se confunde, que al fin y al cabo es un adusto y recio castellano, de los míos. Y C. bromea diciendo que es lógico, que las ecuatorianas, en fin, que por qué tienen esos cuerpos, pregunta. Y Eme nos cuenta que allá la mujeres se dividen entre costeñas y serranas, y que ella, de Guayaquil, es costeña, obvio. Que su padre, allá, vendía pantalones vaqueros, y siempre tenía a punto dos modelos distintos para unas y para otras, las primeras de cintura marcada y caderas prominentes, las segundas de trasero plano y sin formas. Y C. vuelve a la carga de nuevo sobre la presunta fealdad, en este caso, de ellos, y yo digo que exagera, que una vez conocí, en otra vida, en otra lengua, a un ecuatoriano guapísimo, que era alto, moreno y de ojos verdes, que un día le perdí la pista y que porque no recuerdo, probablemente nunca supe, su apellido (una vez alguien me dijo que le gustaba conocer los apellidos de la gente con la que hablaba, debería haber tomado buena nota entonces), que si no trataría de ejercer con él la teoría de los seis grados de separación; y cuando a punto estoy de poner los ojos en blanco y sufrir una auténtica regresión al pasado, C. me interrumpe diciendo que claro, que yo ya lo he dicho todo, que UNA vez conocí a UN ecuatoriano guapo, pero que le diga, a ver, cuántos españoles guapos conozco; y yo casi sin pensar y en modo reflejo on le digo que a uno, que sólo conozco a un chico guapo... y es entonces cuando me doy cuenta de que la memoria, esa puta traicionera, acaba de colarse, una vez más, en ésta, mi esquina de tiempo.
P.D. Veronica Lake y Alan Ladd en "Saigon"