La única herida
Hace un par de fines de semana a altas fiebre de la
madrugada departía con un amigo del género masculino sobre lo divino (el Bruce)
y lo humano (nosotros). Sonaba “Ring of fire” a petición nuestra y nos
embarcamos en la eterna guerra de sexos. No suelen hacer falta muchas excusas
para acabar discutiendo el porqué de que los hombres sean de Venus y las
mujeres de Marte (o al contrario, que nunca recuerdo cuál es la asignación
correcta).
Hablaba de lo que él vino a llamar “su época negra u oscura
o abismal”. A los dieciocho, a los veinte, a los veintitantos y tal vez a los
treinta. No ahora, con los cuarenta cumplidos, los deberes hechos, las cosas
claras y los horizontes lejanos.
-“Yo siempre he sido un pagafantas”. Confesaba entre la
resignación y el hastío. “O al menos lo fui en los períodos en los que no tuve
novia o pareja estable en aquella época negra de mi vida. E incluso entonces,
cuando estaba emparejado”.
Nadie lo diría. No lo conocía entonces. Lo conozco ahora.
-“Os comportabais mal. Las mujeres. Y sí, estoy generalizando”.
Yo permanezco en silencio, asiento y le invito a que siga. “Actuabais como si
nos estuvieseis perdonando la vida. Nos mirabais por encima del hombro casi con
desprecio. Ninguno estábamos a la altura de vuestras expectativas, del príncipe
azul que sin duda vendría a rescataros de vuestra absurda rutina”.
-“Ahora ya no me importa. Ya sé lo que quiero y especialmente
lo que no quiero. Me da igual que paguen justas por pecadoras. Ahora recogéis
lo que sembrasteis. Si desparezco, si no llamo al día siguiente, si no doy
explicaciones, si no me comprometo, si me voy, como tú bien dices, porque nunca
he estado… es mi venganza por tantos años de humillación, de hacer el tonto, de
comportarme como el perfecto caballero que nunca fui. Ahora soy yo el que tengo
la sartén por el mango, el que toma las decisiones, el que elijo. Y esa es mi
elección”.
No supe que contestar. Tan sólo me acordé de aquél que hace
mucho tiempo me dijo que él era uno de esos hombres. Y cuando le pregunté el porqué
tan sólo contestó mientras se encogía de hombros: "¿por qué me divierte?, ¿por qué no me importa?..."
P.D. Ann
Dvorak, James Cagney y Margaret Lindsay.