Me cuenta Sal, en medio de su penúltima crisis erótico-senti-existencial con ese impresentable con el que comparte la parte de su vida y de su cama que él le permite compartir, que se ha pasado casi una hora llorando y borrando mensajes de móvil y correos, a modo de anticipo para borrarle de su vida. Aunque ambas sabemos que podrá borrar lo primero, pero no lo segundo. Extraño caso de dependencia el suyo, o tal vez es que todas lo sean, las dependencias, irracionales, digo.
Supongo que aunque debe de ser una buena catarsis, al margen de cuestiones de espacio, virtual, y sin atender a la higiene mental; yo nunca lo he hecho, básicamente porque soy de efectos más inmediatos, sin criterio alguno saco la goma y fijo, limpio y doy esplendor sobre la marcha. Si no voy a contestar, para qué mantenerlo, y si voy a hacerlo, una vez hecho, para qué mantenerlo.
Bueno, venga, sí, que alguno o algunos conservo, y quién no, pero esto no se lo cuenten a nadie... pero no es norma, es excepción, que de cuando en cuando llega un puñado de frases dignas de ser recordadas, atesoradas durante un tiempo para ser releídas, o no, que a veces sólo cuenta que estén ahí. Aunque inevitablemente siempre, más temprano que tarde, llegue el momento en el que mantenerlos sea absurdo y no quede más remedio que la purga. Por mucho que
joda duela. Porque duele, para qué negarlo, al menos en algunos casos.
Por ejemplo tengo un email en mi bandeja de entrada fechado el 8 de julio de 2010. Es el más antiguo del puñado de ellos que conservo, que sí, que conservo unos cuantos pese a todo, y ahí se quedarán una buena temporada. No sé por qué no lo borro, si ni siquiera lo contesté. Una felicitación de cumpleaños, mi respuesta, la respuesta a mi respuesta... y ahí se quedó, testigo mudo de una comunicación truncada. No dice nada importante, ni digno de recuerdo, ni siquiera de alguien que lo sea. Pero supongo que de alguna forma el día que lo borre habré borrado una parte de mí, que si bien yo mutilé de mi vida, de momento, paradójicamente, quiero que siga ahí.
Con los SMS me ocurre algo parecido. En cuanto envío uno, lo borro ipsofactemente, como diría Fever; de forma compulsiva e irreflexiva. Y claro que hay excepciones, muchas, tal vez demasiadas; aunque a día de hoy, y ni siquiera tengo que coger el teléfono y mirar para comprobarlo, sólo conservo un
primer mensaje enviado por mí, que de momento sé que no voy a borrar.
En el buzón de entrada ocurre lo mismo, recibo y borro, conteste o no conteste. Y sí, conservo alguno, pocos, pero ahí están, y lo que les queda, supongo. El día que los borre habré vuelto a la normalidad, el caso es que no sé quiero despertar... o no puedo.
P.D. Helen Mack y Chester Morris