De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso, 
dejar atrás un sótano más negro
que mi reputación —y ya es decir—, 
poner visillos blancos 
y tomar criada, 
renunciar a la vida de bohemio, 
si vienes luego tú, pelmazo, 
embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes,
zángano de colemena, inútil, cacaseno, 
con tus manos lavadas, 
a comer en mi plato y a ensuciar la casa? 
Te acompañan las barras de los bares
últimos de la noche, los chulos, las floristas, 
las calles muertas de la madrugada
y los ascensores de luz amarilla
cuando llegas, borracho, 
y te paras a verte en el espejo
la cara destruida,
con ojos todavía violentos
que no quieres cerrar. Y si te increpo, 
te ríes, me recuerdas el pasado
y dices que envejezco. 
Podría recordarte que ya no tienes gracia. 
Que tu estilo casual y que tu desenfado
resultan truculentos
cuando se tienen más de treinta años,
y que tu encantadora
sonrisa de muchacho soñoliento
—seguro de gustar— es un resto penoso, 
un intento patético. 
Mientras que tú me miras con tus ojos
de verdadero huérfano, y me lloras
y me prometes ya no hacerlo. 
Si no fueses tan puta! 
Y si yo supiese, hace ya tiempo,
que tú eres fuerte cuando yo soy débil
y que eres débil cuando me enfurezco... 
De tus regresos guardo una impresión confusa
de pánico, de pena y descontento,
y la desesperanza
y la impaciencia y el resentimiento
de volver a sufrir, otra vez más, 
la humillación imperdonable 
de la excesiva intimidad. 
A duras penas te llevaré a la cama,
como quien va al infierno 
para dormir contigo. 
Muriendo a cada paso de impotencia, 
tropezando con muebles
a tientas, cruzaremos el piso 
torpemente abrazados, vacilando 
de alcohol y de sollozos reprimidos. 
Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,
y la más innoble
que es amarse a sí mismo!
Contra Jaime Gil de Biedma de Jaime Gil de Biedma