Useless desire (III)
Agua mineral y una triste ensalada para mí frente a tres devoradores de grasientas costillas. Me veía fuera de lugar y no sólo por asuntos gastronómicos. Me aburría. Me aburren los juegos de seducción y toda la impostura propia de esas circunstancias incluso cuando yo soy la protagonista, o más bien la antagonista, me sentía como una malvada de telenovela venezolana.
Harta como estaba de conversaciones banales, de tímidas sonrisas, de alardes fingidos y pasiones pasadas cuando ya llegábamos a los postres que nos saltamos para ir directamente al café comenzamos a discutir sobre qué hacer a continuación dado que no nos poníamos de acuerdo. Todos excepto yo tenían su propuesta, a mí me daba exactamente igual el lugar elegido, sólo quería levantarme de esa mesa.
Muy propio de mí es alejarme de las discusiones cuando nada tienen que ver o cuando no quiero implicarme por el motivo que sea así que me levanto y voy al baño. Allí me cruzo con un grupo de treintañeras celebrando una de esas absurdas despedidas de soltera en las que las chicas van todas vestidas iguales y a la novia y futura esposa la adornan con toda suerte de atributos sexuales masculinos. Nunca le he encontrado la gracia al asunto.
Cuando me acerco a la mesa aún se seguía sin alcanzar un acuerdo y la discusión seguía especialmente enconada entre él y tú. No entiendo como no pude darme cuenta en ese momento que lo que realmente os disputabais no era la elección de bar.
Soy tímida, lo he dicho en anteriores ocasiones. Patológicamente tímida y profundamente pudorosa pero cuando me aburro, por momentos y como desafío a esa timidez me vuelvo completamente irracional e impulsiva. De peligrosa me calificó una vez alguien, a lo que yo añadiría, básicamente para mí misma, no tanto para los demás.
Tengo una propuesta, digo tímidamente y los tres me miráis. Ella enseguida me interrumpe para asegurarse que no sea uno de esos bares de mala muerte de Cimatatown a los que soy tan aficionada. La tranquilizo:
-“No, chata, es demasiado pronto para esos antros de mi perdición. Ni se me ocurriría proponértelo a ti, ya sé que no son de tu agrado. Voy a pedirle unas páginas amarillas al camarero para buscar la dirección de algún sex-shop que supongo son de horarios tardíos y aún siguen abiertos a estas horas. Había pensado que podía pasarme por allí ahora para resolver un pendiente. Podéis acompañarme o nos encontramos luego.”
Ella pone los ojos en blanco apenas unas milésimas de segundo ante vuestra inmutabilidad. Él saca su teléfono móvil y me dice que no es necesario requerir al camarero, conoce a una compatriota suya que trabaja o trabajaba de dependienta en uno. Llama a alguien que contesta al otro lado del teléfono y en un idioma incomprensible supongo que saluda y plantea la cuestión. Me pasa el teléfono.
La noruega resulta ser una chica encantadora. La tienda en cuestión resulta estar en una calle que conozco. Y ellos resulta que deciden acompañarme.
Harta como estaba de conversaciones banales, de tímidas sonrisas, de alardes fingidos y pasiones pasadas cuando ya llegábamos a los postres que nos saltamos para ir directamente al café comenzamos a discutir sobre qué hacer a continuación dado que no nos poníamos de acuerdo. Todos excepto yo tenían su propuesta, a mí me daba exactamente igual el lugar elegido, sólo quería levantarme de esa mesa.
Muy propio de mí es alejarme de las discusiones cuando nada tienen que ver o cuando no quiero implicarme por el motivo que sea así que me levanto y voy al baño. Allí me cruzo con un grupo de treintañeras celebrando una de esas absurdas despedidas de soltera en las que las chicas van todas vestidas iguales y a la novia y futura esposa la adornan con toda suerte de atributos sexuales masculinos. Nunca le he encontrado la gracia al asunto.
Cuando me acerco a la mesa aún se seguía sin alcanzar un acuerdo y la discusión seguía especialmente enconada entre él y tú. No entiendo como no pude darme cuenta en ese momento que lo que realmente os disputabais no era la elección de bar.
Soy tímida, lo he dicho en anteriores ocasiones. Patológicamente tímida y profundamente pudorosa pero cuando me aburro, por momentos y como desafío a esa timidez me vuelvo completamente irracional e impulsiva. De peligrosa me calificó una vez alguien, a lo que yo añadiría, básicamente para mí misma, no tanto para los demás.
Tengo una propuesta, digo tímidamente y los tres me miráis. Ella enseguida me interrumpe para asegurarse que no sea uno de esos bares de mala muerte de Cimatatown a los que soy tan aficionada. La tranquilizo:
-“No, chata, es demasiado pronto para esos antros de mi perdición. Ni se me ocurriría proponértelo a ti, ya sé que no son de tu agrado. Voy a pedirle unas páginas amarillas al camarero para buscar la dirección de algún sex-shop que supongo son de horarios tardíos y aún siguen abiertos a estas horas. Había pensado que podía pasarme por allí ahora para resolver un pendiente. Podéis acompañarme o nos encontramos luego.”
Ella pone los ojos en blanco apenas unas milésimas de segundo ante vuestra inmutabilidad. Él saca su teléfono móvil y me dice que no es necesario requerir al camarero, conoce a una compatriota suya que trabaja o trabajaba de dependienta en uno. Llama a alguien que contesta al otro lado del teléfono y en un idioma incomprensible supongo que saluda y plantea la cuestión. Me pasa el teléfono.
La noruega resulta ser una chica encantadora. La tienda en cuestión resulta estar en una calle que conozco. Y ellos resulta que deciden acompañarme.