The times they are a-changing
Esta mañana he hecho algo extraordinario, y entiéndase como algo fuera de la normalidad y de mi rutina diaria, aunque no sea digno de mención. Por otro lado, nada de lo que aquí se cuenta lo es. Así que, fíjese usted que tontería, pero tras casi un año sin encender el secador hoy he vuelto a hacer uso de él. El hecho de que acabara como el león de la Metro no tiene importancia, como tampoco lo tiene que tuviera que utilizar tanta laca como para acabar con media capa de ozono para colocar cada medio rizo en su sitio. Teniendo en cuenta que desde el mes de febrero no piso una peluquería hoy ha sido un gran paso en mi estética, que últimamente, debo confesar, estaba bastante decaída.
En mis tiempos post-adolescentes y tras abandonar el sempiterno uniforme colegial era la más pija del barrio y mis Levi`s blancos eran mi santo y seña. Luego fui hippie de melena pelirroja al tintineo de mis múltiples abalorios. Más tarde descubrí los tacones unidos a unos vaqueros y a una inevitable chupa de cuero. Durante una temporada sólo me vestía con faldas y/o vestidos. En su momento, cuando fui contratada como intérprete y acabé de chica para todo sólo vestía trajes sastre del imperio Inditex e invertía el resto de mi presupuesto para moda en bolsos y/o zapatos. Tras unos cuantos desvaríos estéticos más, incluso pasé por la fase “trenza a lo Infanta Elena”, salvando las distancias y la diferencia, a mí me quedaba mucho mejor, llegué a la fase actual donde no soy nada y todo a un tiempo. Simplemente abro el armario, cojo los vaqueros y la camiseta de turno y ancha es Castilla.
En esas estaba hace más o menos un año, saliendo de la ducha, con el desconcierto que siempre me invade el despertar en casas ajenas y tras la dosis imprescindible de rímmel, único vestigio de tiempos pasados, decidí que tenía que hacer algo con mi aspecto. Como siempre verbalizo mis deseos, como si fuera la vía más rápida para convertirlos en realidad, sin importarme demasiado quién o qué pueda escuchar o ser escuchado, esa vez tampoco iba a ser diferente.
No esperaba que él me dijera que estaba estupenda, que no necesitaba cambios, que mi belleza natural era portentosa… no buscaba la reafirmación ni tampoco la complacencia. Y claro, tampoco las encontré porque su respuesta fue exactamente que sí, que debería cuidarme más, visitar con frecuencia la peluquería, encaramarme más a menudo sobre tacones imposibles y desterrar los vaqueros. Hay que j* con estos intelectuales, tanto foulard al cuello y luego se declaran fans del alisado japonés adornado con mechas. Y en mi caso, obvio, ni lo uno ni lo otro. Pero le hice caso, esa misma tarde justo después de recoger mi cepillo de dientes de su baño para no volver, fui a la peluquería. Ante las reticencias del peluquero una sola orden, cortar, y aunque éste se resistía, como si yo fuera Sansón y toda mi fortaleza residiera en mi melena, salí con un estupendo corte a lo garçon. Nada va tan bien con los vaqueros como llevar la contraria.
Eso sí, si me guardan el secreto les contaré que este domingo me compré un LBD, y es el tercero que cuelgo en mi armario en lo que va de otoño/invierno. Los tiempos están cambiando.
En mis tiempos post-adolescentes y tras abandonar el sempiterno uniforme colegial era la más pija del barrio y mis Levi`s blancos eran mi santo y seña. Luego fui hippie de melena pelirroja al tintineo de mis múltiples abalorios. Más tarde descubrí los tacones unidos a unos vaqueros y a una inevitable chupa de cuero. Durante una temporada sólo me vestía con faldas y/o vestidos. En su momento, cuando fui contratada como intérprete y acabé de chica para todo sólo vestía trajes sastre del imperio Inditex e invertía el resto de mi presupuesto para moda en bolsos y/o zapatos. Tras unos cuantos desvaríos estéticos más, incluso pasé por la fase “trenza a lo Infanta Elena”, salvando las distancias y la diferencia, a mí me quedaba mucho mejor, llegué a la fase actual donde no soy nada y todo a un tiempo. Simplemente abro el armario, cojo los vaqueros y la camiseta de turno y ancha es Castilla.
En esas estaba hace más o menos un año, saliendo de la ducha, con el desconcierto que siempre me invade el despertar en casas ajenas y tras la dosis imprescindible de rímmel, único vestigio de tiempos pasados, decidí que tenía que hacer algo con mi aspecto. Como siempre verbalizo mis deseos, como si fuera la vía más rápida para convertirlos en realidad, sin importarme demasiado quién o qué pueda escuchar o ser escuchado, esa vez tampoco iba a ser diferente.
No esperaba que él me dijera que estaba estupenda, que no necesitaba cambios, que mi belleza natural era portentosa… no buscaba la reafirmación ni tampoco la complacencia. Y claro, tampoco las encontré porque su respuesta fue exactamente que sí, que debería cuidarme más, visitar con frecuencia la peluquería, encaramarme más a menudo sobre tacones imposibles y desterrar los vaqueros. Hay que j* con estos intelectuales, tanto foulard al cuello y luego se declaran fans del alisado japonés adornado con mechas. Y en mi caso, obvio, ni lo uno ni lo otro. Pero le hice caso, esa misma tarde justo después de recoger mi cepillo de dientes de su baño para no volver, fui a la peluquería. Ante las reticencias del peluquero una sola orden, cortar, y aunque éste se resistía, como si yo fuera Sansón y toda mi fortaleza residiera en mi melena, salí con un estupendo corte a lo garçon. Nada va tan bien con los vaqueros como llevar la contraria.
Eso sí, si me guardan el secreto les contaré que este domingo me compré un LBD, y es el tercero que cuelgo en mi armario en lo que va de otoño/invierno. Los tiempos están cambiando.