Es wäre auch zu früh, weil immer was geht...
Me gusta Berlín porque es una ciudad de la que uno no espera nada. Nadie llega a ella en busca de la modernidad o de las ofertas en los almacenes Harrods. No es la ciudad del amor como Venecia, pese a sus sucios canales, ni se pretende vivir la llegada de la primavera, nunca fue una fiesta. No es Roma con su caótico tráfico cotidiano, ni sus romanos enfundados en trajes a medida y miradas lascivas. Ni siquiera Amsterdam con ese viciado aire de libertad que bruscamente desaparece cuando uno se adentra en el Rosse Buurt. Si acaso, lo único que le urge al turista despistado, que no quiere ser turista en tiempos políticamente correctos, es hacerse una foto ante los escasos restos de aquel famoso muro o buscar y encontrar, si la suerte está de su lado pese a la desaforada construcción y especulación inmobiliaria, algún vestigio del pasado comunista, no tan lejano, en forma de gris edificio de viviendas.
Me gustan sus inviernos con noches que rozan la eternidad y días tenuamente iluminados por farolas de escasa luz amarillenta. Los paseos helados entre la bruma y los sauces a orillas del Spree esquivando las sombras de un pasado decadente en una ciudad que nunca se ha creído su historia. Los cafés donde las damas, siempre vestidas de domingo, apuran sus tazas de café entre galanterías. Las panaderías con sus Krapfen humeantes rellenos de mermelada de frambuesa. Glühwine, que siempre desecho, para calentar las manos; uñas moradas por el frío, sorteando a los escasos peatones. Y Alexanderplatz como punto de encuentro, promesa de una primavera que aún tardará en llegar. Para entonces yo ya no estaré en Berlín.