Dicen algunos que la infancia es nuestra patria, y yo añado a esos algunos que tal vez lo sea sólo para determinadas personas. Lo sea o deba serlo, al menos para los que por caprichos del destino habitamos este bien o mal llamado primer mundo. Nos brindan cariño, protección, un mundo a nuestra medida, caprichos y deseos, en algunos casos educación o respeto. Pero a veces la vida opta por tomar caminos raros y no esperados para los que no estamos preparados ni a los que sabemos o no nos han enseñado (o dado el suficiente valor) enfrentarnos. Y ahí es cuando todo se desbarata y se viene abajo sin trincheras ni refugios. Se buscan soluciones que no se hallan pues difícil es encontrarlas para problemas a los que cuesta siquiera identificar. Se tienden manos de consuelo, consejos desubicados o pretensiones de ayuda. Al final tan sólo queda el silencio como el telón que cae sobre el escenario poniendo fin a la función ocultando camerinos y tramoyas.
Ayer fue su cumpleaños. Lo recordaba. Raro en mí que me olvido hasta del propio, más por inducción en este caso que por despiste. No encontré el momento para una llamada. Cuando P. desde un punto impreciso del sur de Inglaterra me dijo que había optado por un práctico SMS se iluminó mi maltrecha conciencia, pero eran las 22:30 hora española, demasiado tarde ya para un feliz cumpleaños.
Sé que no leerá esto (afortunadamente). Ni él ni los suyos, que también se merecen el deseo. A pesar de ello quiero deseárselo, más el feliz que el cumpleaños. La felicidad se les ha vuelto demasiado esquiva últimamente. En ocasiones se alía con la suerte. Y yo, que siempre sostengo que la suerte no existe o que en su defecto hay que buscársela la reclamo hoy y ahora. A veces no hay esquinas que doblar para encontrársela y es necesario conjugarla para que venga a nuestro encuentro. Ojalá ésta sea una de ellas.