lunes, diciembre 15, 2008

Repitiéndome

Estoy demasiado cansada para decir (contar) lo que debería decir, y como es evidente que lo que "toca" ahora es hablar del espíritu navideño que nos acecha voy a hacer trampa y recuperar lo que escribí hace un año, literalmente copio y pego, al fin y al cabo se mantiene vigente...


No soy nada original en mis fobias navideñas y como no podía ser de otra forma odio a Papá Noel o Santa Claus o el gordo de rojo que se cuela por las chimeneas, cómo se le quiera llamar. Me temo que de los cuasitreintañeros para arriba pocos son los que le tienen apego a ese invento.

Soy fan declarada y confesa de los Reyes Magos, los auténticos héroes de mi infancia, junto al protagonista de V de cuyo nombre no quiero acordarme, aquella terrorífica
[1] serie de ciencia ficción donde unos alienígenas invadían la tierra y aunque parecieran humanos en realidad eran lagartos que se comían ratones (vivos y enteros) y daban mucho miedo, especialmente Diana, la mala de la película, y en realidad protagonista absoluta, o como bien dicen en los culebrones venezolanos, antagonista, una especie de Angela Channing sin mayordomo y en versión juvenil.

Pero volviendo a los Reyes Magos, ellos si que tenían clase, no Papá Noel. En primer lugar porque eran magos, y en un tiempo en el que la Rowling aún no había soñado ni con hacerse rica ni con un mundo donde convivieran muggles y magos, eso era un punto. A saber, Papá Noel parecía ser que tenía una fábrica allá por Laponia llena de enanitos o duendes o lo qué sea trabajando para él, y vaya usted a saber en calidad de qué y qué convenio laboral tendrán suscrito. Pero los Reyes no, que para eso eran magos y no necesitaban de nadie, bueno, tan sólo de sus camellos, cuestiones de logística básicamente. No me negarán que venir de Oriente en camello es mucho más divertido y exótico que surcar los cielos desde Laponia en un trineo tirado por renos. Aunque los pobrecillos a estas alturas deban de tener francos problemas de orientación, no son buenos tiempos para escrutar las estrellas. Ni de la estrella polar puede fiarse una.

Tampoco hay que olvidar que la popularidad de Santa nos viene de los States, donde es el arquetipo de wasp, mientras que los reyes ya eran sin saberlo, políticamente correctos con su diversidad cultural y étnica (seguro que además Gaspar era gay). Y aunque una sea bebedora compulsiva de Coca-cola (nadie es perfecto) no se me olvida que la imagen que todos tenemos del personaje en cuestión, barriga y barba, incluido su atuendo rojo y blanco (los colores corporativos de la marca) son producto de la imaginación de un diseñador de una campaña de publicidad de la popular bebida en tiempos no excesivamente lejanos. Lo que si es cierto es que existió un tal San Nikolaus, en Grecia o Turquía, no recuerdo exactamente, santo venerado en la tradición católica de Centroeuropa y concretamente en Alemania donde se celebra el 6 de diciembre, se hacen pequeños obsequios a los niños, aunque no juguetes, dulces básicamente. En algunos casos y como si fuera esa tal Suzanne, te y naranjas, al menos me tocó recibir a mí en alguna ocasión.

¿Y qué me dicen de esos Papás Noeles suicidas colgados por doquier en ventanas y fachadas? Hace unos tres años era un fenómeno minoritario y que una esperaba que no se extendiese como atentado a la estética y al buen gusto. Una cosa son las luces navideñas, mal menor al que le he cogido gusto, obra de los ayuntamientos, de por sí dados al despilfarro. Pero que los particulares, primero tímidamente, y ahora en tropel, al lado del arbol sintético
[2], pero por la parte de fuera, nos coloquen ese horror es algo que me hiere en lo más profundo. La primera vez que mi vista se tropezó con uno tratando de colarse por la ventana de un primer piso (y yo que siempre había pensado que Papá Noel entraba por la chimenea) tuve que detener el coche para asegurarme que lo que veían mis ojos era cierto y no se trataba del producto de mi imaginación o de un ladrón o un tipo a punto de suicidarse vestido de rojo, con la consiguiente algarabía de pitidos e improperios (mujer tenías que ser) que se generó tras de mí.

En definitiva, que yo me quedo con los tres Reyes, unos auténticos caballeros que nunca me fueron infieles durante todas las madrugadas de los seis de enero de mi infancia, aunque por su culpa sufriera la mayor contrariedad de mi vida cuando a los seis años la hermana que me precedía que a sus nueve años se había caído del guindo (o alguien la había tirado) no pudiendo soportar la envidia que le provocaba mi ingenuidad e ilusión ante la noche de reyes me soltó la frase que todos los niños tememos: “los reyes son los padres” y no contenta con ello y ante mi negativa e incredulidad me retó a buscar los regalos supuestamente escondidos por los reyes, que eran los padres, en algún rincón, tarea nada fácil en mi caso por vivir en una destartalada y enorme casa llena de sótanos, garajes, desvanes y rincones oscuros. La búsqueda tuvo sus frutos, pero mi hermana no contaba con que yo, inasequible al desaliento, tuviera una capacidad infinita para creer lo que quería creer, así que aunque el desencanto hizo mella afronté esa noche y el resto de noches hasta que decidí hacerme adulta con la casi misma inalterada ilusión de los primeros seis años de mi vida. Incluso esperé pacientemente tres años, hasta que mis dos mejores amigas cumplieran los nueve, para vengarme, aunque fuera a través de persona interpuesta, y poder decirle a alguien esta vez yo, mira que sois tontas, si los reyes son los padres… ellas no me creyeron, obviamente.

[1] Aún tengo pesadillas cuando recuerdo la noche nupcial de Diana.

[2] Antes muerta que con un árbol sintético. Árbol y Belén deben coexistir pacíficamente en esta España nuestra, pero un árbol de verdad. Abeto, a ser posible.

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