Una playa del norte. Pasan ya de las ocho y comienza la retirada de bañistas y veraneantes. Sopla el nordeste y refresca invitando a recoger las toallas. Se nota el declive del verano. Aquí siempre dicen que el otoño comienza en la segunda quincena de agosto, que los días comienzan a ser más cortos y las noches más frías. Puede que sea cierto, aunque yo me quedo. Cuando más me gusta la playa es ahora, vaciándose; cuando el juego de luces y sombras inicia su baile.
Leo ajena a todo, los pies enterrados en la arena, ya no tan caliente. Abducida por la historia de Hortense y Gilbert, los dos orgullosos jamaicanos que a duras penas comprenden que en la madre patria de 1948, en la gran isla, adonde Helene Hanff enviaba latas de carne y medias de nylon, no tiene cabida el color de su piel (por momentos este libro, "Small island "(Pequeña isla), de Andrea Levy, me recuerda a Zadie Smith y su "Dientes blancos". Salvando las distancias y las pretensiones).
A mi lado Carol y Sal dormitan o miran la vida pasar, medio enrrolladas en sus toallas, envueltas en el silencio; roto por el romper de las olas o por los gritos airados de alguna madre cuyo hijo no quiere quitarse el bañador mojado o limpiarse la arena de los pies.
A escasos metros de nosotras, una madre, que lleva exactamente cuatro horas en la misma posición tostándose al sol, mientras sus dos criaturas, de edad incierta, juegan peligrosamente entre las olas. Y de repente, hágase la luz. O lo que es lo mismo, tres cabezas giran para contemplar al apolíneo Adonis; bermudas, camiseta y foulard del color de las turquesas al cuello; que parece, sólo parece, camina hacia nosotras con una enorme sonrisa.
No es vanidad la nuestra. No somos tan ilusas para pensar que tan ilustre y bello desconocido nos elija a nosotras, tres mujeres de treintaytantos, rebozadas en arena; entre todo un ejército de chicas entre los 15 y los 25 (las de 15 parecen de 30, las de 25 parecen púberes adolescentes). Nos recuerda a alguien, aunque yo juraría que éste no es él.
Lobezno no era tan alto. Pero no digo nada, no quiero romper los breves instantes de ilusión; porque parece, sólo parece; a medida que el acercamiento se torna en realidad desvía el paso y se dirige a la que suponemos es su mujer, que por fin parece salir de su letargo; y a sus presuntos hijos, los infantes que peligrosamente chapotean entre las olas y a los que inmediatamente reclama que salgan del agua.
No, no es él. Es más alto, definitivamente. Aunque tiene el mismo pelo, negro, salpicado, si se mira con mucha atención, de alguna cana bien disimulada; los cuarenta no perdonan. Tiene la misma forma indolente de andar, el tumbao que llevan los guapos al caminar, que bien dijo Rubén Blades. Esa indolencia del que se sabe admirado.
Cuántas noches soñé que nos cruzábamos en el Escocia o El escondite, esos bares que hace mucho dejaron de estar de moda, si es que alguna vez lo estuvieron. O en cualquier tugurio de Cimadevilla que jamás estuvo de moda y donde aún se puede escuchar a los Burning y los litros de alcohol nunca dejaron de correr por nuestras venas. O en un concierto de Bruce con su chaqueta de cuero moviendo las caderas al ritmo de 'Dancing in the dark'.
Pero no es él y yo vuelvo a mi libro; y Carol se enrrolla de nuevo en su toalla y Sal suspira... lo vuestro es una tragedia griega, dice. Y sin que nadie le pregunte, ella nos explica el por qué.
-"Que os gusten los guapos, a vosotras" -ella no se incluye- "es una tragedia griega. Porque vosotras ya no lo sois; si es que alguna vez lo fuisteis. Si prestaseis atención a los simples mortales seriáis más felices. Tú, Carol, ¿cuántos de tus novios fueron guapos?, ¿cuántos de ellos te hicieron feliz?, ¿cuántos tenían más de 25 ?”
Carol no se digna a contestarla. Si hay dos personas que encarnen a la perfección el concepto de amienemiguismo, son ellas.
-"¿Y tú, Dae? ¿Qué fue del marinero noruego, y del holandés errante y de toda tu colección de los metro noventa, de todos aquellos que ibas a conocer en un concierto de Bruce o en la barra de un bar mientras sonaba el 'Tougher than the rest’? ¿Dónde han quedado cumplidos los 30?"
Y yo no es que no quiera contestarle, es que no tengo respuesta y corro el riesgo de darle la razón y eso es algo que no puedo permitirme. No quiero acabar por creer que mi felicidad pasa por tener un hombre a mi lado (que sea más o menos guapo es lo de menos).
Recuerdo cuando a los 18, en la Escuela de Ingenieros, mayoritariamente masculina; los chicos se sentaban en lo alto de las escaleras y a viva voz iban puntuando a las chicas que subíamos. A ésta un ocho, a ésta un tres, a ésta un aprobado raspado. Era algo tan habitual como escaparse a la cafetería de la Escuela de Marina Civil a aprender a jugar al mus, que acabó por resultarnos completamente indiferente. Y muchos años después, me decía D., uno de mis metro noventa, ingeniero que también había pasado por esa escuela aunque él juraba que nunca había formado parte de tan popular jurado, que un ocho nunca saldría con una cuatro, o que una nueve nunca le gustaría un seis. Que era ley de vida y que cuanto antes lo aceptáramos más felices seríamos todos. Otro que se apuntaba a la teoría de la tragedia griega. Nunca le pregunté qué puntuación consideraba que tenía (ni él, ni yo).
El padre de familia con un foulard del color de las turquesas al cuello comienza a pasearse delante de nosotras hablando a su teléfono móvil con un tono de voz ligeramente elevado, lo suficiente para reclamar la atención no sólo por su aparente presencia. Sí, si que se le parece, dice Carol… Y Sal, supongo que para reafirmar que a ella no le interesan los guapos, deja de mirarle y pregunta con displicencia qué fue de Lobezno. Las dos me miran esperando una respuesta, como si les interesara o yo la tuviera…