viernes, noviembre 18, 2011

Corazones tan blancos


Durante mucho tiempo y fíjeseustedquétontería, yo me creí eso de que fútbol y letras eran incompatibles. Que la intelectualidad estaba reñida con la elección de uno o varios colores, aunque luego llegaran Ángel Kappa o el joven Marías a contradecirme. O leía a Camus, que llegó a jugar de portero en sus años mozos, que sostenía haber aprendido del fútbol cuanto sabía de la moral humana.

Asociaba el fútbol con una panda de jóvenes descerebrados más interesados en insultar al árbitro, al contrario o a la madre del que pasaba por ahí en busca de broncas, peleas y lo que se terciara. Con toda esa panda de progenitores energúmenos creyendo que tienen un futuro Messi o Cristiano Ronaldo por hijo, las afinidades son libres, que pueblan los fines de semana los campos de fútbol infantil amenazando a propios y extraños con toda suerte de improperios y amenazas, llegando incluso a las manos, que con estos ojos que se comerán los gusanos lo he visto. Con todos esos clásicos a pie de barra en el chigre o la sidrería de turno, fichando jugadores, despidiendo entrenadores, dibujando jugadas, sentando cátedra en definitiva sobre todo lo divino y humano; pinta de vino en la mano, culín de sidra va y viene; con un tono de voz, que pa’eso soy un paisano, cagun' mimanto, diez decibelios por encima de lo que sería razonable. Con esa especie en peligro de extinción sentada en la grada de hormigón, transistor en ristre y farias humeante, será por perres, ho, mentando a la madre de todos los árbitros que en este mundo son y han sido. Con todos los adoradores de José Ramón de la Morena, de José María García, de Pepe Domingo Castaño, con las tardes aburridas de domingo, con la inercia de la multitud, de formar parte de un grupo, de reconocerte en el contrario. Con una visión simplista de la vida, Madrid o Barcelona. Con rivalidades absurdas, provincianas y baratas, Gijón y Oviedo. Con toda esa gente pobre de espíritu, huérfanos de letras. Con personas de segunda, aunque militaran en primera.


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P.D. Marsha Hunt

Todo sucede en domingo




Pertenezco a una generación en la que aún el fútbol era cosa de hombres. No recuerdo a mis compañeras de infancia dándole patadas al balón, preocupadas por conseguir la camiseta del equipo de turno o paseándose los domingos de la mano de su abuelo camino del estadio. Había reparto de tareas, de colores y de posiciones vitales. El fútbol era cosa de ellos. Habría que esperar a la adolescencia para que tímidamente, generalmente en forma de fotos pegadas en las carpetas, alguna que otra comenzara a sentir cierto interés, más que por el fútbol, por los futbolistas.

A día de hoy, supongo, mayoritariamente sigue siendo masculino aunque la presencia de mujeres en los campos sea notoria; sea habitual que las niñas le den al balón y hasta periodistas deportivas con méritos propios y no cara bonita, haberlas, haylas.

A mí no me interesó nunca el fútbol. Me crié en una suerte de asepsia futbolera sin abuelos, padre o hermanos enganchados los domingos al transistor que me transmitieran la pasión por unos colores. Curiosamente en mi casa la única que tenía una cierta y poco definida afición era mi madre. Aunque generalmente tan sólo se manifestaba cuando jugaba la selección española o en alguna final importante de lo que entonces se llamaba Copa de Europa, hoy Champions, y a poder ser con el Madrid de protagonista.

Por mi parte y a pesar de todo, en su momento sentí cierta debilidad impostada por el Atlético de Madrid. Que al fin y al cabo era el equipo de los perdedores y adictos a las causas perdidas. Más por pose, por tener algo de lo que hablar, por impresionar con unos conocimientos que no tenía al tipo de turno a cuyos ojos una chica que entendiera de fútbol ganaba enteros.

Durante un tiempo y con ese objetivo me sentaba puntualmente lunes tras lunes delante de la pantalla del televisor para tomar buena nota de “El día después”. El mítico programa de Canal + presentado por Michael Robinson y el partenaire de turno. En otra vida había llegado a pasearme día tras día con toda la bibliografía de Erich Fromm bajo el brazo. Y es que a veces se nos olvida que somos lo que somos, no lo que creemos que los demás quieren que seamos.

Aprendí entonces, y aún hoy sé reconocerlos, lo que era un fuera de juego, un corner, una vaselina, un penalti de Panenka, una chilena, la folha seca… Conocimientos que como podrán imaginar no me fueron especialmente útiles aunque de cuando en cuando efectivamente cumplieran su objetivo y algún incauto se creyera que se encontraba ante una chica lista.

Mi bautismo fue en un momento impreciso entre los 18 y 19. Guardiola era el chico de moda y las fotografías que ilustraron un reportaje de la revista Woman empapelaban todas las paredes de la residencia femenina para estudiantes donde por entonces vivía; excepto las de la habitación de S., de las que colgaban toda suerte de banderas, bufandas, posters, fotografías y hasta calcetines del equipo de sus amores, el Real Madrid. Y como no podía ser de otra manera el sueño de su vida era ver a su Real en vivo y en directo. Oportunidad que no le llegó hasta la temporada ¿92/93, 93/94? (si fuera una auténtica futbolera recordaría este dato) en el antiguo Carlos Tartiere frente a un Real Oviedo aún en primera división.

Recuerdo poco o nada de ese partido. Tan sólo que frente a todo pronóstico ganó el Oviedo, y lo recuerdo especialmente por el disgusto que se llevó S. La recuerdo a ella vestida de pies a cabeza (ropa interior incluida) con el uniforme del Real Madrid y como en nuestro paseo hasta la estación de tren para tomar el cercanías que nos llevara de Gijón a Oviedo era vitoreada por los gijoneses. Recuerdo que no era capaz de convencer a nadie para que la acompañara al partido, empecinada en aludir a méritos y razones deportivas. Yo lo hice por solidaridad. Las demás ante el convencimiento de que un estadio de fútbol lleno de exaltados jóvenes madrileños podía ser el paraíso.



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