Envenenándome de azules
A veces, de rato en rato, de tarde en tarde siento el irrefrenable deseo de volver a tener 15 años, o 20, o incluso 25; cualquier edad racionalmente irracional. No por parecer más guapa, más mona, más joven o más delgada. Ni siquiera más ingenua, que eso viene conmigo de serie. No por deseo de volver atrás con todo lo vivido y lo poco aprendido, eso me es indiferente pues sigo tropezando con las mismas piedras con las que tropezaba hace veinte años... Hubo un tiempo en el que decir veinte años era un mundo; hace veinte años no eras nada, no tenías apenas recuerdos. Ahora, hace veinte años ya había una vida. Y eso da un poco de vértigo.
Si ahora estuviera aquí con 23 todo sería absurdamente más fácil. Tendría eso que algunos llaman 'la vida por delante', generalmente escasas preocupaciones más allá de que no se me fuera a correr el rímmel o que mis vaqueros favoritos estuviesen disponibles para la noche de viernes. Probablemente estaría planeando ir al cine, no le quitaría ojo al teléfono esperando una llamada que puede que sí o que puede que no se fuera a producir. Incluso puede que fuera yo la que llamase. Estaría echando de menos a alguien, a lo mejor a quien nunca tuve. Me habría peleado con Sal con motivo de su último 'buenoparanada', tendría cervezas enfriando en la nevera y un curso de idiomas a medio terminar.
No recuerdo dónde estaba yo a los 23, tendría que hacer sumas y restas vitales. Puede que en un pueblo con mar o puede que a muchos cientos de kilómetros de donde estoy ahora. Tampoco recuerdo la vida que llevaba entonces, con quién me relacionaba y ni siquiera sé de cierto que la vida fuese más fácil, que la vida mancha y eso lo sabemos todos. Pero todo encajaba. Podía pasarme una tarde entera encerrada en mi habitación escuchando música sin saber qué hacer, o encadenar películas en blanco y negro y helado. Podía ser huraña e ingrata, soberbia e insegura. Eran cosas de la edad, de una vida a medio hacer. Podía llorar, y no sólo en los cines y engancharme de cualquier tipo que me prometiera la eternidad que dura una fin de semana.
Eran cosas de la edad, de una vida a corto plazo. Eran lujos que una podía permitirse; emborracharse de tristeza, modificar la realidad a nuestro antojo, soñar despierta y trazar senderos de baldosas amarillas. Conducir toda la noche y calificar de gilipollas a todos los tíos del mundo mundial que preferían a cualquier camarera que jamás les miraría a los ojos antes que a mí. Los duelos duraban menos y los estados idiotizantes eran pasajeros, nunca faltaba un roto para un descosido y siempre había alguien dispuesto a hacer causa común conmigo.
Pero ahora no, ahora no es de recibo sentirse como una recién estrenada veinteañera en guerra con el mundo y parte de sus habitantes, con ganas de llorar a cada paso que doy para retroceder. No tiene sentido sentir y pensar, y querer y desear; no querer o poder o saber aceptar. No es posible saber pero no creer y estar sentada delante de una pantalla en blanco un día cualquiera a la tarde y enfadarse pero no gritar, y no perdonarse; y caer y no querer levantarse como si todavía tuviera 20 años y todo nos estuviese permitido. Por creer que los sueños que se tienen a los 15 se harán realidad pasados los 30.