Bocados de realidad
La mesa estaba salpicada de pétalos de rosa y deberían estar de acuerdo conmigo en que no es lo mismo la cursilería que el romanticismo. Supongo que el hacedor de semejante decoración querría conseguir un ambiente romántico y lo que consiguió fue una horterada mayúscula con pétalos de plástico y flores de tela. No sé, digo, que de dedicarse a la decoración floral mejor acudir a la madre naturaleza aún a riesgo de las manchas que las rosas pudieran dejar sobre el mantel de inmaculado hilo blanco. Últimamente me da por pensar esas cosas y divagar sobre las manchas imposibles y los difíciles planchados, los trucos caseros y la forma de evitar tanto unas como otros. Serán los años…
Pero ahí estaba, en la galería acristalada o corredor, como acá le llamamos; sentada a la mesa tras la ventana que daba a una calle empinada del Oviedo antiguo, en uno de esos lugares que parecen parados en el tiempo. Las horas, varias, tal vez un par, dan para mucho. Para conversar y beber, sonreír, divagar y soñar o tan sólo para echar una mirada más a allá de los cristales a un día de principios de un verano que se resiste a llegar y observar a los escasos transeúntes en una fría temprana tarde de domingo.
No fue el primero, recuerdo al menos otros dos antes que él. Tampoco el más rápido o el más discreto, pero sí el más minucioso, el más cuidadoso y aparente. Se acercó lentamente con dos o tres bolsas de ésas que ya no dan en casi ningún supermercado a la hora de hacer la compra de incierto contenido. Sacó un botellín de cerveza de la papelera, resquicio de la noche del sábado, probó los restos de su contenido, los bebió de un trago. Repitió la operación una y otra vez; cinco, ocho, diez o tal vez once. Sacaba la cerveza, llevaba la botella a sus labios a modo de prueba y si le daba el visto bueno vaciaba el botellín en una botella más grande que sacó de una de sus bolsas y lo posaba en el suelo una vez vacío. Sacaba otro más, un trago, dos, tres; no parecía de su agrado o tal vez no daba para más. Lo colocaba igualmente en el suelo al lado del anterior. Hurgaba de nuevo en la papelera y repetía la operación hasta que finalmente guardó su botella en la bolsa de plástico finalizada y agotada su búsqueda.
Imaginé que emprendería su marcha tambaleante hasta la siguiente papelera ya fuera del alcance de mi visión, pero no, conmovida hasta los huesos vi como recogía una a una las botellas del suelo y las depositaba de nuevo en la papelera. Parece ser que la dignidad, el civismo y la educación ni en los momentos más adversos se pierden.