viernes, abril 03, 2009

Ardiendo a un clavo



Arjona (mi Ricardo, el 26 de abril le pondré cara) ponía en duda que el mink y la mezclilla fueran a mezclarse. Y quién lo iba a decir, que llegaría ese día, aunque, y por seguir parafraseándole, llegáramos tarde. Nos reconocimos pese a todo en aquella mañana de invierno en el aeropuerto, yo me iba, tú venías. Quizá el destino quería avisarnos de lo que acabaría sucediendo. Recuerdo que la nieve se había hecho omnipresente desde hacía varias semanas, yo iba enfundada en abrigo, guantes, gorro, botas y bufanda, mi avión salió con retraso, y el tuyo al contrario llegó puntual, así que durante no más de tres cuartos de hora, desde que él nos presentó, y entre el bullicio de gente, maletas y despedidas, nos contamos un buen pedazo de nuestras vidas. Yo te miraba con curiosidad, me divertía tu cerrado acento mexicano, él hacía tiempo que lo había perdido y pensaba... pobrecillo, cómo le va a costar adaptarse al clima, a la gente, al idioma... Cada vez que vuelvo a pasar por ese aeropuerto mi mente se llena de las imágenes de aquel primer encuentro, los tres cafés sobre la mesa, tus maletas desperdigadas a su alrededor, los saludos y gritos de Nati que apareció de repente, y me arrastraba del brazo mientras preguntaba asombrada: ¿pero ése es el amigo?. Sí, ése era el amigo.




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