jueves, noviembre 15, 2007

The devil wears Zara

Desde que tengo uso de razón he deseado tener un Birkin (entre otras cosas). Si no saben de qué les hablo, no se preocupen, no es un conocimiento necesario para respirar trece veces por minuto.

Cuando una mañana la viudita alegre apareció con algo parecido colgado del brazo no podía creerlo. Afortunadamente el estupor duró breves segundos, tiempo suficiente para acercarme a una distancia antimiopía y distinguir que era de palo. Nos lo mostró orgullosa con un "mira qué pasada de bolso" y apuntando que era igual que el de Vicky Posh Beckham y que se había comprado dos, ése en color chocolate, y otro verde manzana.

Desde ese día hasta hoy, al menos cuatro de mis colegas se han agenciado uno, en Blanco, of course, esa especie de tienda de los horrores donde las imitaciones campan a sus anchas. Si las apreciara en algo les diría que su pose me parece absurda, que es un bolso tremendamente difícil de llevar que requiere cierta altura y cierto garbo, del que ellas sin duda carecen, que no es el bolso de la tal Mari Vicky, sino de una inglesita ganada para la República por un tal Monsieur Gainsborug, que la Sartorius, Isabel, ha copiado, digo diseñado uno bastante más asequible económicamente y que si juntasen los 20 euros que todas las semanas se gastan en un nuevo bolso plasticoso (la
Carola dixit) de imitación tendrían para comprarse uno de piel, aunque no fuera de diseño, que en cuestiones de zapatos, cinturones y bolsos una deja sus convicciones vegetarianas a un lado.

Supongo que todos conocen la serie Sexo en Nueva York, o lo que es lo mismo Sex and the city (sigo esperando que alguien me explique a qué se debe tan libre traducción), que algunos llaman de culto y otros consideran tan innovadora. Ya saben, la de Sarah Jessica Parker o lo que es lo mismo Carrie Bradshaw luciendo palmito encaramada en unos tacones imposibles; culpable de que muchas mujeres y algunos hombres se hicieran adictos a los Cosmopolitan, los Manolos y al mantric bunny, no necesariamente por este orden. En la que a las protagonistas jamás se les ve con un libro en la mano excepto cuando Carrie se lía con un presunto escritor (lo que tampoco tiene excesiva importancia a pesar de que la prota es escritora o su mejor amiga es una abogada de prestigio) ocupadas como están en desayunos interminables (ya me gustaría a mí tener sus horarios laborales sin renunciar a su fondo de armario ni a la vida sexual de Samantha, que para ser sinceros parece ser la única que folla y se pone la vida por montera, aunque acabe con un cáncer cual castigo divino por fornicadora). Donde la redención final se alcanza además de sufriendo un cáncer de mama con una casita en Brooklyn (algo así como el destierro) y una suegra con alzheimer. Quién lo diría para una serie tan presuntamente libertaria. Y que una, pese a todo, ha visto completita, a vuelto a re-ver, también completa, e incluso se ha tragado el making-off (asumo mis grandes contradicciones).

Recuerdo la serie porque en uno de sus capítulos Samantha se compra un Fendi falso del que está hiperorgullosa aunque tenga que pelearse por él con una conejita en la mansión playboy (véase capítulo de la sexta temporada). Alucinada Carrie por el realismo del bolso en cuestión decide comprarse uno y acompañada por Samantha se presenta en el puesto de venta, el maletero de un coche, donde se da cuenta de lo cutre, triste y patético que es comprarse una falsificación para tratar de hacerla pasar por auténtica. Aunque Samantha no se de por aludida y haya que esperar al final del capítulo para que nos llegue la moraleja (ésta nunca falta).

Hace escasos días yo me sentí igual que Carrie. A pesar de que excepto de algunos hombres, yo no he hecho uso de imitaciones.

Soy clienta asidua del imperio Inditex, bien lo dice Evinchi, a la fuerza y sin alternativas. Y de Zara a Mango y de Mango a Zara pasando a veces por Sfera y H&M (aún sigo achicopalada, que diría mi Chava, con la revolución Cavalli, que a mí me parece un hortera, todo hay que decirlo, entre tanto print de leopardo).

Como decía antes en mi entorno femenino y laboral abundan las imitaciones. Primero fue el Birkin, pero luego llegó el Gaucho de Dior, el Spy de Fendi, uno de flecos que creo que es de Prada, el Muse de YSL y un largo etc. Y eso en cuestión de bolsos, porque las camisetas con el logo CH me consta son un hit en los mercadillos.

Un buen día, una colega, y sin embargo no amiga, apareció con un nuevo bolso colgado del brazo. Es de las que se gastan sus buenos 20 euros semanales en uno nuevo, en la variedad está el gusto, debe pensar. Lo cierto es que no estaba mal del todo a pesar de ser una imitación de un Gucci si mi ojo vogueano no me fallaba. No es que no estuviera mal, es que estaba muy bien. Vamos que el bolso me gustaba, fuera de Gucci, de Pucci o de quién fuera. Curiosamente no tuvo éxito y a la semana siguiente nadie llegó con el mismo bolso (la aparición de uno nuevo en escena suele ser origen de una reacción en cadena).

La Carola si le echó un ojo. Claro que su buen gusto sólo es comparable al mío, aunque eso sea lo único que tengamos en común porque mientras yo me conformo con pasar las páginas del Vogue ella hace trizas la tarjeta de crédito de su respectivo comprando básicamente en Carolina Herrera (Oviedo es un tanto limitada en cuanto a tiendas de grandes firmas). Y a los escasos días apareció con el Gucci bajo el brazo. Y digo Gucci porque no dudé ni por un instante de que fuera auténtico.

Pues no, no lo era. Supongo que debía haberlo adivinado. No creo que sea fácil comprarse un Gucci auténtico en Oviedo, y a ella no le había dado tiempo a viajar a Madrid (cada cierto tiempo se va de compras a la capital).

Me lo confesó sin pudor. Claro que como iba vestida de arriba a abajo de Antonio Pernas cualquiera hubiera dicho que el bolso no era auténtico. 25 euros regateando en el mercadillo. Yo lo miraba y lo remiraba y cada vez me gustaba más, el diseño, los colores, el asa y pensé que por 25 euros por qué no caer en la tentación.

Nunca he comprado absolutamente nada en un mercadillo, en "la plaza" como lo llaman aquí, o el rastro... bueno, si he comprado flores e incluso algún libro. Pero nunca ropa o bolsos o zapatos. Para todo hay una primera vez, supongo. Así que con la idea de los 25 euros regateando, 30 sin regatear, ya había decidido que yo no sirvo para eso, madrugué el domingo y me dirigí a la búsqueda y captura de mi falso Gucci.

Lo primero con lo que me encontré no fue con un puesto de bolsos, sino de ropa interior y lencería donde una rolliza gitana moño en alto vendía a gritos su mercancía entre la que abundaban los tangas con motivos de leopardo y cebra, muy Just Cavalli y por donde obviamente pasé de largo para darme de bruces con un maravilloso vestido que parecía fuera de lugar y situación. Busqué infructuosamente una etiqueta con el precio, aún no había aprendido la primera lección de compradora de mercadillos, nada tiene etiquetas ni precio, hay que preguntar directamente al vendedor y supongo que midiendo la cara de la pardilla que tenga enfrente éste le dará un precio u otro. En mi caso debí de parecerle mucho porque me dijo que costaba 90 euros, lo que me pareció una barbaridad dadas las circunstancias.

Cuando por fin descubro un puesto de bolsos una de las grandes incógnitas de mi vida se resuelve. Está plagado del logo de Carolina Herrera. Ya entiendo el por qué de ver a tantas mujeres en todo momento y condición con ellos. Ni rastro de mi Gucci. Tras pasar por varios stands, horrorizada por ver hasta qué límites llega el mal gusto y cuando ya estoy planteándome irme a casa lo diviso en el último puesto de bolsos que me queda por revisar. Una mujer lo sostiene en alto y en el momento que lo veo sé que tiene que ser mío, me entra un furor de rebajas marujil a la puerta del Corte Inglés y me dirijo hacia allí. Busco y revuelvo, pero no hay ni uno más, sólo el que la mujer sostiene entre sus manos, mira y remira, le da vueltas, se lo cuelga, abre y cierra, duda. Aguanto la respiración. Por fin lo suelta y yo lo cojo en el aire casi arrancándoselo de las manos ante la mirada atónita del vendedor que debe de tomarme por una loca. ¿Cuánto? le pregunto casi fuera de mí... 55... ¿55 euros? ¿Pero qué me está diciendo este romano?

Justo en ese momento me doy cuenta de lo absurdo de mi comportamiento. Es obvio que no voy a pagar 55 euros por él y ante la desconcertación del vendedor me alejo. Él me reclama, supongo el regateo forma parte del juego, pero ni 55 ni 20... Al igual que Carrie cuando le abren el maletero del coche y ve todo ese batiburrillo de bolsos y bolsas de plástico. El lunes fui a Zara y me compré un bolso anónimo, pero de piel.

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