Para Iranon,
ahora que no lo espera.
Y, así, cuando llegó la nieve,
la nieve estaba ya,
desde hacia mucho tiempo,
en nuestros propios corazones.
La lluvia amarilla de Julio Llamazares
Elegí esa casa. No era la más grande o la de apariencia más hospitalaria, ni siquiera la primera con la que me encontraba tras pasar delante de las ruinas ya invadidas por las sombras del anochecer que me daban la bienvenida al pueblo. Tampoco era la más cuidada, en algunos corredores aún quedaban geranios desafiando a las primeras heladas nocturnas y parterres de hortensias en los zaguanes, ésta sólo ofrecía unas paredes desnudas.
Tal vez fue ella la que me eligió a mí.
El barro invadía los estrechos caminos, herencia de la torrencial lluvia que me había acompañado durante mi búsqueda de refugio y sobre él se distinguían unas huellas recientes que se adentraban en la oscuridad y llegaban hasta su puerta.
Mientras buscaba infructuosamente un timbre o un picaporte que la casa no parecía tener la puerta se abrió suavemente y una tenue luz dibujó la figura de una mujer que me hizo pasar con un ligero asentimiento de cabeza tras mis explicaciones y disculpas. La seguí en silencio a través del zaguán donde reposaban varios pares de abarcas extrañamente impolutas pese al barro de afuera, de distintos tamaños, que supuse pertenecerían a los habitantes de la casa.
Me condujo a través de un largo pasillo hasta hacerme entrar en una sala de grandes ventanales tan sólo iluminada por el fuego que ardía en la chimenea. Con gestos me indicó que me quitara mi abrigo y los zapatos, humedecidos y llenos de barro. Los colocó cerca del fuego, arrimó una silla a éste y me hizo sentarme para calentarme. Ella salió hacia el cuarto continguo que supuse sería la cocina porque oí estrépito de platosy a los pocos minutos reapareció con una sopera humeante que colocó sobre una mesa que hasta entonces me había pasado desapercibida. De nuevo sin mediar palabra me indicó que me acercara y me sentara a ella.
Sobre la mesa, como si hubiera estado esperándome, había dos platos con sus respectivos cubiertos. Se sentó frente a mí, sirvió la sopa, y en el más absoluto de los silencios comenzamos a comer.
Tal vez fue ella la que me eligió a mí.
El barro invadía los estrechos caminos, herencia de la torrencial lluvia que me había acompañado durante mi búsqueda de refugio y sobre él se distinguían unas huellas recientes que se adentraban en la oscuridad y llegaban hasta su puerta.
Mientras buscaba infructuosamente un timbre o un picaporte que la casa no parecía tener la puerta se abrió suavemente y una tenue luz dibujó la figura de una mujer que me hizo pasar con un ligero asentimiento de cabeza tras mis explicaciones y disculpas. La seguí en silencio a través del zaguán donde reposaban varios pares de abarcas extrañamente impolutas pese al barro de afuera, de distintos tamaños, que supuse pertenecerían a los habitantes de la casa.
Me condujo a través de un largo pasillo hasta hacerme entrar en una sala de grandes ventanales tan sólo iluminada por el fuego que ardía en la chimenea. Con gestos me indicó que me quitara mi abrigo y los zapatos, humedecidos y llenos de barro. Los colocó cerca del fuego, arrimó una silla a éste y me hizo sentarme para calentarme. Ella salió hacia el cuarto continguo que supuse sería la cocina porque oí estrépito de platosy a los pocos minutos reapareció con una sopera humeante que colocó sobre una mesa que hasta entonces me había pasado desapercibida. De nuevo sin mediar palabra me indicó que me acercara y me sentara a ella.
Sobre la mesa, como si hubiera estado esperándome, había dos platos con sus respectivos cubiertos. Se sentó frente a mí, sirvió la sopa, y en el más absoluto de los silencios comenzamos a comer.