-“Tienes que conocerlo”.
-“Puede que ‘tenga que’, pero te aseguro que no lo conozco”.
-“Pero si es el vecino del primo del hermano del novio de S.”
-“Pues no conozco al vecino del primo del hermano del novio de S. Übrigens, no sabía que el novio de S. tuviera hermanos”.
-“Pues él si te conoce”.
-“¿Y de qué me conoce a mí este romano?
-“Keine Ahnung. Sólo sé que él quiere verte”.
-“¿Por qué?”.
-“Eso tendrás que preguntárselo a él. ¿Me das permiso para darle tu número?”.
-“No”.
-“Bien. Pues le paso tu dirección de correo”.
-“Esto… tampoco…”
Clic…. Cuelga el teléfono…
Días después en mi bandeja de entrada… “Soy P. y soy el vecino del primo del hermano del novio de S., que sí, que tiene un hermano. Y no, no te conozco … pero quiero hacerlo”.
Respuesta daeddalusiana: “Por qué”.
“Porque J. me ha hablado de ti”.
Autopregunta daeddalusiana: “¿Qué c* tiene que ver J. con este romano y conmigo?”.
Y entonces recuerdo, o creo recordar y llamo a S. y le pregunto si ese tal P. es ese tipo bajito, calvo y gordito, abogado o algo así, que era el novio de la hermana de la prima de su vecina. Ella no sabe, no contesta, pero cree que sí y como alguna vez debí decir que la insistencia me conmueve, y en parte es cierto, aunque siempre haya excepciones que rompan la norma, el tipo insiste… “¿Qué es lo peor que puede pasar?...
Pensamiento daeddalusiano: “Que seas ciertamente el tipo bajito, calvo y gordito, pedante abogado, novio de la hermana de la prima de la vecina de S”.
Y pasa una semana, y dos, y tres, y el tipo reaparece con su insistencia. Y S. también dice eso de “¿qué es lo peor que puede pasar?, ¿qué sea bajito, calvo y gordito?... Tú tampoco eres precisamente Sofía Loren”. Por inexplicables razones a mí siempre se me ‘no-compara’ con la Loren (si al menos me pareciera a Jane Mansfield).
Acabo cediendo. Ni yo misma tengo claro por qué. “Tienes que distraerte”, dice S. “A cualquier cosa se le llama distracción a día de hoy”, digo yo.
Me pasa su número. “Me llamas y concertamos una cita” escribe él. “Hora, lugar… decide tú” sigue diciendo. Pero me resisto a llamar y finalmente, pese a todo, le envío un SMS con día, hora y lugar. No han pasado ni 12 segundos cuando suena mi teléfono y yo automáticamente contesto. Los reflejos, en ocasiones, me traicionan.
-“Hola… soy P”. Dice arrastrando las palabras, en un acento inclasificable y no identificable. Acabo de descubrir qué es lo peor que pudiera pasar, que tenga una dicción horrible y un acento peor. Así que cuando llega el día D y me llama él, porque quiere que nos veamos, aunque sepa que tan sólo es para llorar en mi hombro, arreglar su mundo y alimentar su ego (de que no vaya a pasar nada más ya me encargo desgraciadamente yo), no tengo ningún remordimiento en mandar un apresurado SMS al tal P., anulando la cita en virtud de un compromiso ineludible, urgente, irremplazable e irrechazable.
12 segundos, y no precisamente de oscuridad, y suena el teléfono. Vuelvo a caer y contesto, entre otras cosas, porque al no haber guardado su número en la agenda, no lo identifico.
-“Hola… soy P…. ¿Qué tal te viene mañana a la misma hora, mismo lugar?..
Mi mala conciencia, que en ocasiones me guarda muy malas pasadas, contesta por mí y acepta la oferta.
Llega mañana, la hora y el lugar pertinente. Soy puntual, como excepción a la norma, y me pongo a esperar, pero como no diviso a ningún tipo bajito, gordito y calvo entre los muchos fumadores a la puerta del establecimiento y hace demasiado frío, decido refugiarme en el ambiente caldeado del interior y asomarme a breves intervalos para ver si aparece el tipo en cuestión.
Han pasado ya diez minutos, cinco son los que rebasan la hora citada y yo ya empiezo a impacientarme. Le concedo un plazo de 15, el cuarto de hora de rigor con el que yo siempre llego tarde a todos lados. Sigo asomándome de cuando en cuando, pero ni rastro.
Han pasado ya los 15 minutos y ya me hago ilusiones de un “plantón” en toda regla, cuando suena el teléfono. De nuevo vuelvo a contestar sin identificar el número.
-“Hola… soy P…. Llevo esperándote 15 minutos. ¿Dónde te has metido?”.
-“Puede que ‘tenga que’, pero te aseguro que no lo conozco”.
-“Pero si es el vecino del primo del hermano del novio de S.”
-“Pues no conozco al vecino del primo del hermano del novio de S. Übrigens, no sabía que el novio de S. tuviera hermanos”.
-“Pues él si te conoce”.
-“¿Y de qué me conoce a mí este romano?
-“Keine Ahnung. Sólo sé que él quiere verte”.
-“¿Por qué?”.
-“Eso tendrás que preguntárselo a él. ¿Me das permiso para darle tu número?”.
-“No”.
-“Bien. Pues le paso tu dirección de correo”.
-“Esto… tampoco…”
Clic…. Cuelga el teléfono…
Días después en mi bandeja de entrada… “Soy P. y soy el vecino del primo del hermano del novio de S., que sí, que tiene un hermano. Y no, no te conozco … pero quiero hacerlo”.
Respuesta daeddalusiana: “Por qué”.
“Porque J. me ha hablado de ti”.
Autopregunta daeddalusiana: “¿Qué c* tiene que ver J. con este romano y conmigo?”.
Y entonces recuerdo, o creo recordar y llamo a S. y le pregunto si ese tal P. es ese tipo bajito, calvo y gordito, abogado o algo así, que era el novio de la hermana de la prima de su vecina. Ella no sabe, no contesta, pero cree que sí y como alguna vez debí decir que la insistencia me conmueve, y en parte es cierto, aunque siempre haya excepciones que rompan la norma, el tipo insiste… “¿Qué es lo peor que puede pasar?...
Pensamiento daeddalusiano: “Que seas ciertamente el tipo bajito, calvo y gordito, pedante abogado, novio de la hermana de la prima de la vecina de S”.
Y pasa una semana, y dos, y tres, y el tipo reaparece con su insistencia. Y S. también dice eso de “¿qué es lo peor que puede pasar?, ¿qué sea bajito, calvo y gordito?... Tú tampoco eres precisamente Sofía Loren”. Por inexplicables razones a mí siempre se me ‘no-compara’ con la Loren (si al menos me pareciera a Jane Mansfield).
Acabo cediendo. Ni yo misma tengo claro por qué. “Tienes que distraerte”, dice S. “A cualquier cosa se le llama distracción a día de hoy”, digo yo.
Me pasa su número. “Me llamas y concertamos una cita” escribe él. “Hora, lugar… decide tú” sigue diciendo. Pero me resisto a llamar y finalmente, pese a todo, le envío un SMS con día, hora y lugar. No han pasado ni 12 segundos cuando suena mi teléfono y yo automáticamente contesto. Los reflejos, en ocasiones, me traicionan.
-“Hola… soy P”. Dice arrastrando las palabras, en un acento inclasificable y no identificable. Acabo de descubrir qué es lo peor que pudiera pasar, que tenga una dicción horrible y un acento peor. Así que cuando llega el día D y me llama él, porque quiere que nos veamos, aunque sepa que tan sólo es para llorar en mi hombro, arreglar su mundo y alimentar su ego (de que no vaya a pasar nada más ya me encargo desgraciadamente yo), no tengo ningún remordimiento en mandar un apresurado SMS al tal P., anulando la cita en virtud de un compromiso ineludible, urgente, irremplazable e irrechazable.
12 segundos, y no precisamente de oscuridad, y suena el teléfono. Vuelvo a caer y contesto, entre otras cosas, porque al no haber guardado su número en la agenda, no lo identifico.
-“Hola… soy P…. ¿Qué tal te viene mañana a la misma hora, mismo lugar?..
Mi mala conciencia, que en ocasiones me guarda muy malas pasadas, contesta por mí y acepta la oferta.
Llega mañana, la hora y el lugar pertinente. Soy puntual, como excepción a la norma, y me pongo a esperar, pero como no diviso a ningún tipo bajito, gordito y calvo entre los muchos fumadores a la puerta del establecimiento y hace demasiado frío, decido refugiarme en el ambiente caldeado del interior y asomarme a breves intervalos para ver si aparece el tipo en cuestión.
Han pasado ya diez minutos, cinco son los que rebasan la hora citada y yo ya empiezo a impacientarme. Le concedo un plazo de 15, el cuarto de hora de rigor con el que yo siempre llego tarde a todos lados. Sigo asomándome de cuando en cuando, pero ni rastro.
Han pasado ya los 15 minutos y ya me hago ilusiones de un “plantón” en toda regla, cuando suena el teléfono. De nuevo vuelvo a contestar sin identificar el número.
-“Hola… soy P…. Llevo esperándote 15 minutos. ¿Dónde te has metido?”.