miércoles, mayo 05, 2010

Ángel Cristo y la sordidez

Siempre he pensado que los niños nacidos a mediados de los 70 fuimos unos privilegiados en lo que a televisión se refiere. Y viene este romano, que supongo se levantaría con la muerte de Ángel Cristo y no se le ocurriría escribir nada mejor, acusando a Chanquete de “latente pederastia”. Pa’habernos matao.

Porque yo lo valgo



Ya lo he contado en varias ocasiones, cuando era muy, muy chiquita y aún creía en los milagros (cómo sino iba a conseguirlo), quería parecerme a Audrey Herpburn. Para mi madre, que sólo veía películas de Gary Cooper (que estés en los cielos), el paradigma de belleza y saber estar era Grace Kelly. Pero ni modo, demasiado distante y fría su Alteza Serenísima. Así que saltando de una rubia a otra llegué a Veronica Lake y como ahí necesitaba un milagro y tres deseos, acabé por intentar ser como la otra Herpburn (Katherine), a donde salvando las distancias, me resultaba más fácil acercarme. Pero como de lo que quiero hablar no es de mis parecidos no razonables, se van quedando con las ganas (o no) de saber si alcancé mis objetivos. Porque superada (aunque no del todo) mi etapa de querer ser protagonista de peli en blanco y negro y olvidadas mis aspiraciones de una Madame Tura cualquiera (en realidad sólo aparcadas esperando tiempos más propicios), pasé a querer parecerme a casi cualquiera que apareciera en la portada del Super Pop y cómo no, yo también quise ser Jennifer “Rachel” Anniston (y tener su pelo). Más tarde pasaría una etapa mística, viviendo sin vivir en mí; quise ser como la Doña, María Felix, y ya puestos como cualquier mala antagonista de culebrón mexicano bañada en laca… y así un largo listado que no voy a exponer para no aburrirles, porque en definitiva nunca he querido ser yo (pero eso ya lo saben).

Una de mis últimas aspiraciones era ser morena, pero no de pelo, sino de tez. Es decir, estar morena y como lo de tomar el sol estaba descartado (sólo he conseguido acabar llena de ampollas) y era una chapucera con las cremas autobronceadoras (acabando llena de manchas) centré mis expectativas en las sesiones de rayos UVA cuando comenzaban a causar furor los solárium. Mi ‘ídola’ y ejemplo a seguir era y es, como no podía ser de otra manera, Begoña de Trapote; ya saben, la cuñadísima (qué bajo has caído Isidoro), una de las hermanas García Vaquero, más conocidas por las lenguas viperinas como las ‘Vacía Carteras’. Sólo ella es capaz de ir a un funeral (de 'alto standing') en leggins, negros, of course y 'peep toe' (ejemplo a seguir; no se me olviden tomar nota del estilismo, o 'outfit', como dicen ahora las 'egobloggers'; qué daño ha hecho The Sartorialist, equiparable al de Carrie Bradshaw). Tras más de 20 sesiones sólo conseguí un ligero tono dorado, como aquél de los eternos veranos de mi infancia a orillas del Cantábrico (seguro que de haber veraneado en Benidorm eso no me pasaba). Así que cada vez que salía de la cabina pasada la vigésima sesión y viendo que en lugar de avanzar en mi moreno lo que avanzaba, y a pasos agigantados, era la urticaria, ante las miradas entre despectivas y condescendientes de las monísimas chicas del centro de estética, decidí abandonar y resignarme al blanco lechoso en loor de mi salud dermatológica y en detrimento de la estética.

Y es que sí, las chicas de peluquería, siempre son monas, jóvenes y perfectamente manicuradas, no sé si pedicuradas, aunque lo intuyo. Y te miran con altivez, de abajo a arriba y de arriba a abajo; y yo lo entiendo, por qué acaso se vive una situación más humillante (la del ginecólogo no cuenta) que encontrarte encuerada sobre una camilla y ante una (a veces dos) desconocida, dándote órdenes, arriba, abajo, ábrete de piernas, dobla la rodilla, date la vuelta, sube el tobillo; si duele, me lo dices; si te quema, me lo dices; y tú claro, no dices nada mientras te aplica ese infame instrumento de tortura que es la cera (qué lejanos aquellos tiempos, afortunadamente, previos a la cera ¿fría?).

Sí, hoy toca… (aunque me esté quitando y pasando a las nuevas tecnologías de la depilación, que igualmente duelen).

P.D. Betty Grable.

Palabras (agradecidas)ajenas


Me ha gustado tanto este artículo de Rosa Montero en El País, que copio y pego… desde luego todo un “alivio” para mi conciencia; aunque “La montaña mágica” no se encuentre entre esos ‘clásicos’ insufribles que mutilo sin piedad. Yo también podría hacerme esa pequeña biblioteca de retazos, cono justa cabida en una estantería Billy de Ikea; aunque no hay verano que no me proponga (re)leerlos sin saltarme una sola de sus páginas. No lo he conseguido, aún… obvio.

[Creo que, a estas alturas de mi vida, podría haber confeccionado una pequeña pero apañada biblioteca compuesta por todos los fragmentos de libros que me fui saltando mientras leía, páginas y páginas que me resultaron plúmbeas o inconsistentes y por las que simplemente crucé a paso de carga hasta alcanzar de nuevo una zona más sustanciosa. La novela es el género literario que más se parece a la vida, y por consiguiente es una construcción sucia, mestiza y paradójica, un híbrido entre lo grotesco y lo sublime en el que abundan los errores. En toda novela sobran cosas; y, por lo general, cuanto más gordo es el libro, más páginas habría que tirar. Y esto es especialmente verdad respecto a los clásicos. Axioma número uno: los autores clásicos, esos dioses de la palabra, también escriben fragmentos infumables. Quizá habría que definir primero qué es un clásico. Italo Calvino, en su genial y conocido ensayo Por qué leer los clásicos, lo explica maravillosamente bien. Entre otras observaciones, Calvino apunta que un clásico es "un libro que nunca termina de decir lo que tiene". Cierto: hay obras que, como inmensas cebollas atiborradas de contenido, se dejan pelar en capas interminables. Otra sustanciosa verdad calviniana: "Los clásicos son libros que, cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad". Guau, qué agudo y qué exacto. Y una sola observación más: "Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes". Chapeau a mi amado Calvino, que ha conseguido a su vez convertir en clásico este bello ensayo que uno puede leer y releer interminablemente.

Los clásicos, pues, son esos libros inabarcables y tenaces que, aunque pasen las décadas y los siglos, siguen susurrándonos cosas al oído. ¿Y por qué la gente los frecuenta tan poco? ¿Por qué hay tantas personas que, aun siendo buenos o buenísimos lectores, desconfían de los clásicos y los consideran a priori demasiado espesos, aburridos, ajenos? Axioma número dos: respetamos demasiado a los clásicos, y con ello me refiero a una actitud negativa de paralizado sometimiento. Yo no creo que haya que respetar los libros. Hay que amarlos, hay que vivir con ellos, dentro de ellos. Y pegarte con ellos si es preciso. Discutía el otro día con un amigo escritor sobre La montaña mágica de Thomas Mann, una obra que mi amigo recordaba como un auténtico tostón. Sé bien que el gusto lector es algo personal e intransferible, y que lo que lees depende mucho del momento en que lo lees. Pero me cuesta entender que La montaña mágica le pueda parecer a alguien un ladrillo, porque es un texto moderno, sumamente legible, hipnotizante. Una especie de colosal cuento de hadas (o de brujas) sobre la vida. El título no engaña: es una montaña mágica en donde suceden todo tipo de prodigios. La gente ríe bravamente frente a la adversidad, calla cosas que sabe, habla de lo que no sabe, ama y odia y, de la noche a la mañana, desaparece. Esa montaña que representa la existencia, permanentemente cercada por la muerte, es el escenario del combate interminable de los enfermos, que luchan como bravos paladines medievales o escogen olvidar que van a morir. La vida es una historia que siempre acaba mal, pero nos las apañamos para no recordarlo.

Este libro de Mann es una novela amenísima sobre la que pesa una sutil, indefinible sombra de amenaza que oscurece el luminoso cielo montañés. Algo se nos escapa constantemente, algo nos acecha y nos espera, y en ocasiones llegamos a notar sobre la nuca el cálido soplo del perseguidor. Pero además, en medio de ese permanente desasosiego, brilla el sentido del humor, y los personajes participan en juegos y en fiestas, coquetean, cotillean, se enamoran, se pelean y se fingen eternos. Como todos hacemos.

Ahora bien, no es un libro perfecto, porque ni en la vida ni en las novelas es concebible la perfección. La longitud de ese universo-talismán que es La montaña mágica depende de las ediciones, pero viene a ser de unas mil páginas. Y resulta que, desde mi punto de vista, le sobran varias decenas. Dentro del libro hay una parte que podríamos calificar de novela de ideas y que consiste en las discusiones filosófico-políticas de dos mentores antitéticos, Settembrini y Naphta. Intuyo que debía de ser lo que más le gustaba a Mann en su momento, pero yo hoy encuentro esas peroratas definitivamente roñosas y oxidadas, ilegibles, pedantes y pelmazas. Suele suceder con los grandes discursos que los autores meten de contrabando en sus novelas, creyendo que ahí están dando las claves del mundo: por ejemplo, le pasa al gran Tolstói en Anna Karenina, cuando Lyovin, álter ego del escritor, se pone a soltar doctrina.

Quiero decir que probablemente Mann creía que con esas sesudas lucubraciones estaba atrapando el desconcierto esencial de la vida y el caótico derrumbamiento de un mundo que se acababa y era reemplazado por otro (no en vano la novela se publicó en 1924, tras el trauma de la Primera Guerra Mundial), pero en realidad todo eso no lo aprendemos, no lo percibimos por medio de la verborrea mortecina de Naphta y Settembrini, sino en el ciego y desesperado patalear de los personajes a lo largo de la novela, o en la maravillosa escena de la pérdida del protagonista en una tormenta de nieve, en el fragor de la blanca soledad y en el delirio en el que sumerge. Ahí es donde Mann sigue siendo enorme. Por eso creo que hay que leer La montaña mágica y saltarse sin complejo de culpa todas las páginas que te parezcan muertas. O ignorar las tediosas novelitas pastoriles de la primera parte del Quijote. O pasar a toda prisa las aburridas y meticulosas descripciones de ballenas que incluye Moby Dick. Todos estos libros son maravillosos porque crecen y cambian y están vivos: uno no puede acercarse a ellos como si fueran textos sagrados esculpidos en piedra, dogmas temibles e intocables. Sáltate páginas, en fin, sumérgete y disfruta. ]


El artículo al completo... acá.

P.D. Olivia de Havilland y Rita Hayworth en "The strawberry blonde".

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