Viernes, en torno a las tres de la tarde. Salgo del trabajo y camino de casa hago un alto en el supermercado que está al doblar una esquina de mi portal. Hace demasiado calor y yo voy demasiado abrigada (a las siete de la mañana había nueve grados), llego sudando, cargada como una mula con el maxi-bolso a rebosar (los viernes hago limpieza en mi mesa y me lo meto todo en el bolso, botellas de agua, libros, apuntes) casi rozando el suelo. La gabardina en otra mano, arrastrando el cardigan y luciendo camiseta de tirantes que no estaba previsto que viera la luz cuando me la puse esa mañana, el pelo recogido, gafas (las lentillas me mataban esa mañana) y el rímmel corrido. Resumiendo, un auténtico adefesio.
Lo dicho, entro en el super arrastrando mis pertenencias y obvio, no hay carritos disponibles y tengo que cargar con una cesta haciendo equilibrios. Me pongo a la cola, a una de las dos, ambas kilométricas, y como no podía ser de otra manera, la otra va más rápido y a mí para no perder las buenas costumbres se me cuela una buena señora con la excusa de la barra de pan (si es que yo sólo llevo una barra de pan, aunque las más de la veces no necesitan excusas para colárseme). Un buen día tengo que probar a poner cara de mala y decir que no, que si ella lleva una barra de pan yo tan sólo llevo tres artículos (o cuatro, o cinco, aunque eso sea lo de menos), pero no sirvo para esas cosas y el día que en mi presencia mi hermano le dijo “no” a la señora de turno quise que me tragara la tierra. Así que sonrío, digo que por supuesto, que pase, que no me importa, que no tengo prisa; y a falta de una, se me cuelan dos, porque de seguido aparece otra buena mujer con un cartón de leche y una más que pregunta, afirmación: ¿te importa, mocina?
¿Por qué las que se cuelan son siempre las señoras, nunca un señor, o un buen mozo?
Me aparto y ocupo mi nueva posición en la cola, dos puestos más atrás que me colocan la última, cuando de repente noto una presencia imponente a mi espalda. Un hombre aparente, claro; un tipo de metro noventa mínimo. Esas cosas se perciben, no hizo falta girarse, aunque me giré. Y me encuentro con una sonrisa, que para que resultara más poético podría decir que era deslumbrante. Pero no, era sonrisa a secas, que yo de primeras interpreté como de burla: hay que ver a esta tonta a la que se le cuelan todas… así que no correspondo a la sonrisa con otra, sino más bien con un gesto entre la altivez y la resignación mientras la sonrisa me sigue mirando desde arriba.
La cola sigue sin avanzar demasiado porque en ese momento les toca pagar a dos gitanas el importe exacto de dos carros a rebosar y sólo se les ocurre pagar con monedas que van sacando de vez en vez de una especie de pliegue de sus amplias faldas. La cajera pacientemente contando los céntimos de euro y actualizando el dinero que falta y que ellas van cubriendo con monedas de cinco céntimos, de uno, de dos… mientras yo sigo haciendo equilibrios con el bolso, la cesta, la ropa, hasta que llega un momento en el que no aguanto más y tengo que posar en el suelo parte de mi carga, girándome inconscientemente y volviéndome a topar con la sonrisa que se ha tornado en perenne. Y esto ya empieza a preocuparme, por qué no deja de sonreírme un tipo tan aparentemente aparente. Me reviso de arriba a abajo y de abajo arriba, cierto que llevo unas pintas penosas, no soy yo precisamente en mi vida diaria el ejemplo del glamour y la elegancia, y menos en este instante, pero tampoco soy especialmente digna de estudio.
Por fin llega mi turno y la sonrisa sigue a mi espalda, coloco las cosas en la cinta, las meto en las bolsas, pago, y sigo con ella clavada en mi espalda. ¿Acaso acabo de ligar en un supermercado? Yo sonrío, devuelve la sonrisa… ¿Cómo se actúa en estos casos? ¿Debo ralentizar mi marcha para tratar de coincidir a la salida? ¿Debo hacer que se me cae algo para que él, sin duda un caballero, me ayude a recogerlo? ¿Debo preguntar si nos conocemos?...
C*, pues claro que nos conocemos, y es justo en ese preciso instante, haciéndome mentalmente la pregunta, cuando hallo la respuesta. Nos conocemos, y además en el sentido bíblico y oh Dior, mío, tierra trágame. ¿Qué hace este romano a las tres de la tarde comprando en mi Alimerka, en un supermercado cualquiera de un barrio de Oviedo? No lo sé, no me importa, no me interesa, no pìenso averiguarlo. La sonrisa, obvio, ya entiendo a qué venía… cómo podré haberme liado yo tiempo atrás (años) con esta pintas. Y me entra el pánico, en primer lugar por mi memoria de pez, he tardado quince minutos en reconocer a alguien; y en segundo lugar, ¿es que ya no quedan tipos aparentes en esta y otras ciudades libres, disponibles y receptivos que condenada me quedo a reencontrarme con mis exsex?