martes, diciembre 18, 2007

Fobias navideñas II - Cenas de empresa


Ya decía que no pretendía ser original en mis fobias navideñas, porque mi segundo malquerer lo debo compartir con la casi totalidad de curritos de esta España nuestra que cantaba la malograda Cecilia, a saber las cenas de empresa. Como ven, poco original y bastante inoportuna, porque casi todas las cenas de empresa que han sido ya se han celebrado, en su gran mayoría la semana pasada.

En mi caso tan magno acontecimiento tuvo lugar el pasado viernes, aunque no fue una cena propiamente dicha, sino una comida que empezó a eso de las cuatro, el laburo obliga, y terminó a una hora inexacta a altas fiebres de una madrugada bañada en orujo, al menos para algunas. Tampoco se puede hablar exactamente de comida de empresa, porque la premisa de que sea la empresa para la que uno trabaja la que pague tampoco se cumple, por un lado y por otro una no trabaja para una empresa sino para una administración pública, aunque pese al escepticismo de algunos y la denodada lucha de otros trata cada vez más de parecerse a ellas. Pero ni modo, pagamos nosotros, a partes iguales, aunque uno se haya metido entre pecho y espalda un chuletón, otras el plato más caro de la carta, besugo al horno, y las más modestas, la Viudita alegre y yo, unos humildes “huevos esgonciaos”, acompañados eso sí, de “pixín” y langostinos. Claro que una no bebe, que hay que conducir, no toma café, que se desvela, ni bebe el traguito de orujo cortesía de la casa, que produce urticaria, así que definitivamente la “no cena de empresa” me resultó enojosamente cara. Aunque eso fuera lo de menos.

Yo entiendo que en determinadas circunstancias pueda resultar hasta agradable eso de irse por ahí de juerga con los colegas, en el hipotético e improbable caso de que tu relación con ellos sea buena y vaya más allá del buenos días o el hasta mañana de rigor. Pero para qué mentir, eso no suele ser lo habitual, porque que levante la mano el que disfrute de un ambiente laboral sano y envidiable, con jefes encantadores incluidos.

Yo no me llevo especialmente mal con nadie, tampoco bien. En un alto porcentaje la ignorancia es mutua y sostenida y en el resto se hace fuerte una frase que una vez oí, si no puedes con tu enemigo, únete a él, aunque muchos no me lo perdonen, que en mi trabajo se aplica eso de que los enemigos de tu enemigo son tus amigos. Hablamos claro está de un pequeño reducto funcionarial donde unos pocos hacen el trabajo de unos muchos cuyo mayor pasatiempo es espiar, denunciar y contabilizar a los demás aunque el alcohol haga milagros (y estragos) y dibuje sonrisas y falsos ánimos y cariños donde antes sólo había palabras malintencionadas. Y eso si que hace extraños compañeros de cama.

Aún nos queda un vino español, esta vez sí, cortesía de la Consejería de turno, a la que estamos todos invitados y al que hay que asistir con media hora de antelación para colocarse en posición estratégica si quieres degustar el jamón y demás, porque a los cinco minutos de empezar parecería que el mismísimo Atila ha pasado por allí. Una vez atracado el buffet las hordas se dirigen hacia la bebida, nunca antes, que todavía hay prioridades. Es frecuente oír la frase, hoy no como, mientras se mastica a dos carrillos, las manos sobre sendos canapés y la mirada vigilante sobre un cuarto. Cambiaría gustosamente el ilustre ágape por algo tan vulgar como una cesta de Navidad. Me haría una ilusión tremenda recibirla, mira que una es simple para algunas cosas, pero desde mis excelsos tiempos de becaria, chica para todo y contratada en prácticas en la empresa privada nunca más volví a tener una en mis manos y de mi propiedad, aunque lo que en aquellos tiempos recibiera distara bastante de ser una cesta propiamente dicha. Se lo insinué bastante claramente a mi jefe uno de los días pasados, y él se me quedó mirando con cara inicialmente de “qué me estás contando” para pasar luego a una cara de “tal vez no sea mala idea, pero deberías encargarte tú del asunto” y contestar con un manido, “me lo pensaré”, que en su lenguaje quiere decir “olvídate". Yo insistí, lo justo, unos simples bombones estarían bien, “me lo pensaré”, reiteró esta vez sin palabras, y casi mejor que se lo piense, porque yo ya me hacía a la idea de unos Godiva, y creo que él se hubiera decantado por unos Ferrero Roché.

De deudas y disciplina

Nunca he sabido tratar el dolor ajeno. El mío no, el mío es diferente. Yo sólo lloro cuando hace frío y en los cines. Elijo meticulosamente la película, todo un drama, y esa primera sesión de la tarde, con la sala vacía, apenas dos o tres espectadores que te miran de reojo tras su enorme bolsa de palomitas. No me gustan, ni esas Coca-colas gigantes y desprovistas de gas que hay que beber a través de una paja. Pero llorar allí es tan fácil…

Sin saber qué decir con una medio sonrisa más que cercana a la mueca. Los abrazos no acompañan en el sentimiento, no digamos los dos besos de rigor (uno por mejilla). Las frases son vacías mientras unos reciben mensajes, el irritante pitido de los sms, el teléfono que no deja de sonar desde un bolso de Loewe abandonado encima de una mesa y que nadie reclama. No hay coches para todos, la necesidad de llamar a un taxi se pierde entre los saludos. Tanto tiempo sin verte. Te has cortado el pelo. Cuándo has llegado de allá. Quién recoge a quién en el aeropuerto. Haré todo lo posible por ahorrarle el trago. Y tú cuándo vuelves. El lunes seguro tendrás que trabajar. Llega esta noche de Roma, el resto, conducen, todos, desde Madrid. Un email desde la distancia es demasiado impersonal. Haz el favor de llamar por teléfono. A mí me nombra, me sorprende. Tiene mal aspecto. Estoy hablando por hablar y es que aún no me lo creo. Ya la conoces, trabajamos juntas. No llegamos a coincidir, él se jubiló el año anterior. Éramos vecinos. Tienes que pensar en positivo. Ya sabes, para lo que quieras. Una corona decía… te quisimos siempre, no te olvidaremos nunca.

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