jueves, agosto 13, 2009

I wanna do bad things with you





Nunca me ha gustado la expresión “viejo verde”. Muchas y muchos la han utilizado para calificar a Fernando Sánchez Dragó a raíz de su artículo en El Mundo y no puedo estar más en desacuerdo.

No me queda claro dónde está el límite, qué edad o qué circunstancias hay que rebasar para pasar de ser un estupendo y exquisito señor maduro con una mujer que podría ser su hija a modo de tercera esposa colgada del brazo, algo que, si bien veladamente criticado, se acepta socialmente (no tanto, curiosamente, si es a la inversa) a ser un “viejo verde”.

¿No tienen derecho las personas de cierta edad a la sexualidad? ¿O de tenerlo sólo es posible que lo tengan con sus coetáneos? Y es que a veces da la impresión de que el sexo (y buena culpa de ello tiene la televisión, el cine y los medios de comunicación en general) está reservado a los más jóvenes, que por supuesto han de ser bellos y lucir cuerpos esculturales (aunque como dijo Coco Chanel nunca se está suficientemente delgado). Se diría que los gordos, los feos y por supuesto los viejos, son seres asexuados o en todo caso condenados al onanismo o a la castidad.

Será porque a mí siempre me han atraído los hombres mayores que yo, en ocasiones bastante más mayores. Siempre he huido de las caras de niño, de los hombres gamba (Cristiano Ronaldo o Rafa Nadal son buenos ejemplos), de la dudosa inmadurez de los veinteañeros, incluso cuando yo lo era, y he centrado mi atención en las canas y en las tarimas, en la madurez del buen hacer en la cama. Prefiero a un hombre con arrugas en el alma.

Y me da igual que el señor Dragó sea un petardo, un egocéntrico, una auténtica bestia parda, que se haya acostado con más de mil mujeres y presuma de ello, que no estemos de acuerdo en más de cien y una cosas porque lo encuentro encantadoramente descarado, políticamente incorrecto y absolutamente adorable desde hace un buen puñado de años (tendré que hacérmelo mirar un día de estos, lo sé, pero no por el momento). Fíjense ustedes que de haber oído el llamamiento que lanzó me hubiese presentado voluntaria sin pensármelo dos veces para poner a prueba su ingesta de Cialis.

Imitación a la vida


A través de la ventana que da a la galería veo su foto. Colgada en esa pared que alguien un buen día consignó como incomparable marco y que a lo largo de los años se ha ido completando con los retratos de cuatro generaciones.

Nunca antes me había fijado en ella y no recuerdo cuándo fue colgada allí. Probablemente en tiempos recientes, salvada de los restos del naufragio de su casa madrileña.

Supongo que tendría unos 30 años cuando se la hicieron, aunque es difícil determinar su edad. No parecía envejecer, sólo en los últimos años de su vida, con los estragos causados por la enfermedad. Pero nunca perdió su porte ni su innata elegancia.

Luce una mantilla española, de un color que la fotografía en blanco y negro no permite definir y un traje de chaqueta entallada, probablemente copia de algún Balenciaga o Dior, los dioses paganos a los que tanto adoraba y que sin duda pondría a la altura del más convencional, al que rezaba, siendo, pese a sus excentricidades y alardes de mujer libre, católica de misa y comunión los domingos y fiestas de guardar.

Aparece sentada frente a un velador de mármol, en algún café. A su espalda la cristalera que da a una concurrida calle de una ciudad que no logro identificar. Las manos enguantadas sobre el regazo, sumisamente, en una actitud que contradice su mirada desafiante, los ojos apuntando directamente a la cámara.

Yo la recuerdo viviendo ya en Barcelona. Ciudad que adoraba y centro de su mundo. Como inevitable consecuencia arrastraba un ligero acento catalán adquirido con los años y las primeras (y casi únicas) palabras que yo sé de esa lengua las aprendí de ella. Casi siempre expresiones de desconcierto o de ira.

Ciudadana del mundo. Fotografías y postales llenas de recuerdos que atestiguan su paso por Jerusalén, Caracas o Amsterdam. Aunque sus veranos siempre estaban ligados a Asturias y es precisamente de entonces cuando la recuerdo. Llegaba con su aire de las Ramblas y su “maca” dispuesta a tomarse todo el sol que la verde y gris Asturias podía ofrecer, que no era mucho. Y por supuesto a arrastrarnos a los demás en su intento.

Con uno o dos días de antelación se nos avisaba de su llegada y había que meterse en el baño y cambiar los shorts con zapatillas Victoria y las camisetas llenas de sietes por los vestidos con merceditas, y la cola de caballo por una melena cuidadosamente peinada con su lazo correspondiente. Luego llegaban los días de playa en Luanco o Ribadesella e incluso Gijón, cuando eran de ida y vuelta. Pese a que yo odiara la playa de San Lorenzo, demasiado grande y ruidosa, y la visita anual a la Feria Internacional de Muestras era de mortal aburrimiento. Que no era más que un pueblo grande y aunque no haya dejado de serlo, aún le quedaban unos cuantos años para travestirse de esa modernidad que ahora le identifica.

Trabajaba en algo relacionado con la moda, nunca supe exactamente en qué y nunca pregunté a sabiendas de la más que imprecisa respuesta que recibiría. En la familia nunca se habla de la familia que no vive según los cánones acordados, que siendo mujer usa pantalones y viaja sin compañía o lo que es mucho peor, con ella, pero sin ser la apropiada, la que vive según sus propias reglas haciendo de su capa un sayo (cuántas veces oiría esta expresión en mi infancia).

Cuando se jubiló, puntualmente a los 65, de ese impreciso trabajo que la ligaría por siempre, al menos en mi memoria, a Barcelona, todo el mundo imaginaba que volvería a casa o que en todo caso acabaría sus días al sol de la Barceloneta. Pero en una vuelta de tuerca más de su sorprendente vida y pese a tener un piso en propiedad que le aguardaba y al que regresaba siempre en las vacaciones, permitiéndole ver a la familia el tiempo necesario para recordar por qué quería vivir lejos de ella, se mudó a Madrid.

El escándalo que provocó su mudanza madrileña fue mayúsculo, y sí, es cierto que en mi familia se escandalizaban, y se escandalizan, por bien poca cosa. Pero he de confesar que yo estaba encantada. Aún recuerdo cuando con unos 12 o 13 años aterricé en Barajas proveniente de Munich y ella me recogió en el aeropuerto y en lugar de llevarme directamente a casa nos fuimos al El Corte Inglés de Serrano, dejando el equipaje con el portero, para sentarnos más tarde en El Café Gijón en Recoletos, donde yo me tomé una horchata. Lo recuerdo perfectamente porque fue la primera y última vez que hice ambas cosas, beberme una horchata y sentarme en el Gijón. Un día de estos tendré que repetirlo, al menos lo segundo.

Se compró un piso en el barrio de Salamanca y años después allí acabaría sus días en una luminosa mañana de finales de junio donde, literalmente, cuatro personas la despedimos en el cementerio de la Almudena. Días después y tras trasladar sus cenizas en un rocambolesco viaje del que yo fui testigo y protagonista (prueben ustedes a viajar con una urna con cenizas de un fallecido en transporte público) llegaría el funeral, ya multitudinario con la familia al completo, que ya se sabe que hay pocos actos sociales mejores donde ver y ser visto que un buen funeral católico de luto riguroso.

No todo está perdido



Las contraventanas entrecerradas tamizan la luz de agosto. El olor dulzón de la wisteria en pugna con la passiflora amenazando con invadir la casa, se cuela por la ventana entreabierta, más allá el castaño de indias y la inmensidad del verde asturiano. Shostakovich, el rumor del agua, algún grillo despistado, Proust y regaliz rojo. Si existe el paraíso debe parecerse a esto.


Los efectos secundarios del salitre y el cloro, de los rayos de sol que se cuelan entre la glicinia y la hiedra, el olor a romero y barbacoa, a pan horneado en horno de leña y a risas de una infancia recién estrenada. Tiempo desgastado en largas tardes de estío.

Aeropuertos y aviones en el horizonte. Inmobiliarias y bancos, apartamentos de 46 metros cuadrados, muebles de Ikea, pies de lámparas traídos desde Périgord y vajillas de Sussex desde un séptimo piso.

Puede que tan sólo sea la calma que precede a la tormenta.

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