En tren con destino errado se va más lento que andando a pie... bien lo canta Jorge Drexler
Bajábamos por la calle El Rosal sorteando a recién salidos de la adolescencia con dos copas de menos para alcanzar el coma etílico, y no podía evitar preguntarme cómo yo, cómo nosotras, a los veinte, podíamos ligar con nuestros Levi’s pesqueros, los lazos de Don Algodón y esos jerséis Privata dos tallas mayores; viendo a esas chiquillas luciendo cinturones a modo de minifalda y esos tacones imposibles desafiando a la gravedad y a la lluvia. Cómo incluso ahora y no sólo por los años de más, puedo competir yo, que no me apeo de unos vaqueros, aunque esa noche me hubiera encaramado a unos tacones y hasta me hubiese peinado… no quise tentar a la suerte y no verbalicé mis temores.
Así que seguimos rememorando nuestros años jóvenes y llegando a la conclusión de que ninguno de los dos regresaríamos por gusto a ellos, renunciando a nuestros 34 y 35 respectivamente; e íbamos enumerando nuestros locales preferidos de aquellos años, el ‘Mare Nostrum’ o ‘la Maniega’ con sus bancos corridos, el ‘Policía’ o ‘La Imprenta’, donde servían esos chupitos que llamaban ‘el semáforo’ y por los que tendrían que pagarme hoy a mí para bebérmelos. Saltamos de ciudad en ciudad y decidimos que los mejores antros están en Malasaña y que es una pena que en Cimadevilla se perdiera el espíritu canalla de lugares que probablemente habiten el olvido, como aquél en el que nos tomaron por profesionales del sexo y donde ofrecieron pagarme mil duros, o el ‘Cirigüeña’, cuyo camarero era el chico más guapo que yo haya conocido nunca; él mismo que infructuosamente trató de enseñarme a jugar al mus en aquella cafetería que había detrás de ‘peritos’, cuando aún la Escuela de Ingenieros Técnicos Industriales era ‘peritos’ y estaba en la calle Manuel Llaneza, y a donde nos escapábamos a la menor oportunidad, no sólo para verle a él, sino porque los tíos que estudiaban allí eran menos serios y adustos que nuestros compañeros de pupitre en Viesques.
Tanta nostalgia es lo que trae, que acabamos en el 'Ca Beleño', después de tantos años sin pisarlo y lugar al que siempre acabo volviendo en los momentos importantes. Y tal vez éste lo fuera, quién sabe, porque cuando le advertí que no me tomara en serio, que yo no era mucho más que una chica un tanto rara, él contestó que ya lo sabía, que cobraba una subvención del Principado por invitar a las chicas raras a cenar, así que no me quedaba otra más que aceptar su invitación a una cena, que necesitaba una factura que presentar.
Se levantó a pagar, él invitaba, que las cervezas también desgravan; mientras sonaba su teléfono y atendía la llamada y yo me quedaba sentada apurando mi ‘guinness’ y observando al respetable sentado en la terraza a través de los cristales. De pronto creo reconocer una cara y pienso que es imposible, improbable e indecente. Aunque en realidad ‘impossible is nothing’, que diría aquél; altamente improbable, sí, cierto; e indecente al menos para mí, el estar en mi ciudad y no habérmelo comunicado. Me pregunto qué haré yo cuando en breve y en visita lúdica, visite la suya, si también caeré en la indecencia de no reportarme y decir, hey, babe, que ando por tus calles. Pero no es él, y ni siquiera se le parece cuando paso a su lado y puedo verle de cerca. Y vuelvo a interrogarme a mí misma con un qué hubiese hecho de haber sido, si hubiese dejado plantado a mi expediente X para lanzarme a sus brazos, como aquella vez con un medio novio en el ‘Diario Roma’, al que dejé literalmente tirado cuando apareció en mi horizonte quién yo nunca quise que se perdiera en él, robándoselo a Jorge Ilegales, con el que como cada sábado a eso de las dos, compartía tragos y conversación.
Regresa a la mesa y me mira con una sonrisa a la que tal vez podría acostumbrarme, mientras yo trato de obviar a la memoria, siempre traicionera e inoportuna, dispuesta a recordarme a cualquier precio que las comparaciones son odiosas y que en ellas siempre sale alguien perdiendo; alguien que no es tan alto, ni tan guapo, ni posee tanto talento, ni una voz tan ronca, ni unos ojos de color tan indescriptible, y cuyos besos tal vez no sepan a noviembre… al mejor de los otoños.
P.D. Greta Garbo