Todos hemos perdido tanto que probablemente hasta lo hayamos olvidado... y cuando todo se acaba aún tenemos algo que perder
Ayer, a última hora de la mañana, entró en la oficina murmurando, asegurando a quien quisiera oírle, que olía a nieve. Alguien hizo alguna broma sobre la noticia que por enésimo día consecutivo venía en portada de los periódicos locales, la presunta ola de frío polar que se abatiría de forma inminente sobre el Principado (entre otros lugares, imagino) y que traería, parece ser, nieve y termómetros en bajada permanente, it's gettin' colder.
A mí sólo se me ocurrió preguntar. Las preguntas siempre son una buena forma de combatir la indefensión aunque suponga asumir el riesgo de que no te gusten las respuestas, esta mañana sin ir más lejos. ¿Era en Oviedo donde olía a nieve (yo me disponía en ese momento a salir a la calle) o en Ibias (para los profanos, lugar perdido de la geografía asturiana), de donde venía?... En Ibias, aquí huele a lluvia. Saqué el paraguas por tanto. Fin de la conversación.
Pero hoy sí hace frío, o al menos esta mañana a las siete y diecisiete minutos lo hacía. Frío de nieve, y sí, olía a nieve, aquí en Oviedo, imagino que también en Ibias. Escasa media hora más tarde entra frotándose las manos para entrar en calor y vuelve a hacer el mismo comentario con la medio sonrisa expectante y desdeñosa que se les desdibuja a los niños de ahora ante la sección de vídeojuegos en el FNAC. Que va a nevar, que sí, que huele a nieve.
Cinco, tal vez diez minutos después, se me acerca sigilosa la Reina del Sur y me invita a acompañarla a la máquina de café a tomar un sucedáneo de café con sucedáneo de leche en un vaso de plástico, cucharilla de plástico y tres de azúcar. Comienza a hablar de esto y de lo otro, o lo que es lo mismo, de éste y del otro. No me libro de la sensación de que en realidad quiere contar o preguntar algo en concreto y no entiendo muy bien adónde quiere ir a parar. Tal vez algún cotilleo, alguna información vital para nuestra supervivencia laboral; una alegría en medio de tantas miserias, aunque esto último sea altamente improbable.
-¿A qué huele la nieve? ¿Es una broma no? Que la nieva tenga olor, que se perciba, que se sepa que va a nevar más allá del anuncio del hombre -o la mujer, siempre tan políticamente correcta ella- del tiempo anunciándolo. ¿Eso es como lo de las nubes del anuncio ése donde te dicen que hay unos días al mes en los que hay que darle gracias al Dios al que algunos le rezan por ser mujer, no?
Pero hoy sí hace frío, o al menos esta mañana a las siete y diecisiete minutos lo hacía. Frío de nieve, y sí, olía a nieve, aquí en Oviedo, imagino que también en Ibias. Escasa media hora más tarde entra frotándose las manos para entrar en calor y vuelve a hacer el mismo comentario con la medio sonrisa expectante y desdeñosa que se les desdibuja a los niños de ahora ante la sección de vídeojuegos en el FNAC. Que va a nevar, que sí, que huele a nieve.
Cinco, tal vez diez minutos después, se me acerca sigilosa la Reina del Sur y me invita a acompañarla a la máquina de café a tomar un sucedáneo de café con sucedáneo de leche en un vaso de plástico, cucharilla de plástico y tres de azúcar. Comienza a hablar de esto y de lo otro, o lo que es lo mismo, de éste y del otro. No me libro de la sensación de que en realidad quiere contar o preguntar algo en concreto y no entiendo muy bien adónde quiere ir a parar. Tal vez algún cotilleo, alguna información vital para nuestra supervivencia laboral; una alegría en medio de tantas miserias, aunque esto último sea altamente improbable.
-¿A qué huele la nieve? ¿Es una broma no? Que la nieva tenga olor, que se perciba, que se sepa que va a nevar más allá del anuncio del hombre -o la mujer, siempre tan políticamente correcta ella- del tiempo anunciándolo. ¿Eso es como lo de las nubes del anuncio ése donde te dicen que hay unos días al mes en los que hay que darle gracias al Dios al que algunos le rezan por ser mujer, no?
Mi cara de 'no entiendo nada de lo que me estás contando' la fuerza a seguir hablando y contando y explicando y preguntando. Que no lo entiende en el caso de que no sea una broma. Le aclaro que no, que no lo es. Que hay días de invierno en los que huele a nieve, y días de otoño o de primavera en los que huele a lluvia, días de verano en los que se avecinan las tormentas; que eso lo sabemos todos, que cualquiera que haya mirado alguna vez al norte lo sabe. Pero ella no entiende, ella dice que sabe a qué huele el mar embravecido de su estrecho, el olor a algas, a sal, a pescaíto frito, a manzanilla, a jara y a romero, a qué huelen los días de Feria. Y pregunta si el olor a nieve es como el de la hierba recién cortada, pero yo le digo que no, es como cuando se avecina l'aire les castañes, el Föhn, el viento del Sur; como cuando en Xixón sopla el nordeste... Y ella dice que los norteños somos muy raros.
Pero sí, hay días en los que huele a nieve y una sabe que ésta se avecina sin necesidad de escuchar al hombre o a la mujer, siempre políticamente correcta, del tiempo. Sin necesidad de comprobar en el termómetro que la temperatura ha subido o bajado hasta situarse en torno a los cero grados. Y trato de explicarle, pero no sé y ella no me entiende. ¿Cómo explicarle a alguien que apenas ha visto la nieve? Escasas cuatro veces en los últimos cinco inviernos. Que nunca disfrutó de ella en su infancia, que nunca se ha visto envuelta en una batalla campal de bolas o se lanzó en un viaje suicida con un trineo por una ladera sin destino. Que no se ha visto hundida hasta el alma en ella. Que no ha visto nevar un día tras otro y otro y otro más, en el que fue el peor de los inviernos.
Aquel invierno en el que olía tanto a nieve que mi nariz no dejaba de sangrar (juraría en ocasiones que en otra vida fui de sangre real y varón). En el que todas las mañanas al salir y pisar la calle, al hollar la inmaculada nieve virgen, impoluta y deslumbrante caída durante la noche, la sangre inevitable ensuciando hasta el límite de la indecencia. Sucia como mi vida de entonces. Vacía, como el pequeño cerco que dibujaba tiñendo de rojo el blanco, por momentos, hasta que los copos de nieve que con un poco de suerte volverían a caer, harían desaparecer. Y eso significaba que sería un buen día, que seguiría nevando, que el termómetro subiría hasta quedarse en menos 3 o menos 2, tal vez al mediodía en torno a los cero grados, y luciría un tímido sol, nunca suficiente para caldear nuestros corazones, pero siempre necesario. Y cuando ese viernes me emborrachara en el Enchilada -sentido del humor el que le puso ese nombre a ese bar en ese pueblo perdido entre montañas tan lejos de México, tan lejos de todo- podría compartir con Manuel, el cordón umbilical que me mantenía unida a las sonrisas y a mi lengua, el camarero mexicano, tan lejos de México, tan lejos de todo. Ese rayo de luz, de esperanza; de que el fin del invierno tendría que llegar en algún momento.
Y cuando ya estamos a punto de regresar a nuestros puestos a reiniciar nuestra laboral mañana de viernes, vuelve a preguntar. ¿Y el hielo? ¿A qué huele el hielo?... A nada, el hielo no huele a nada, el hielo quema, abrasa, vacía... pero no huele. Basta mirar hacia el cielo en una noche cualquiera de invierno, si está plagado de estrellas, ni modo, amaneceremos con hielo en nuestros corazones.
Aquel invierno en el que olía tanto a nieve que mi nariz no dejaba de sangrar (juraría en ocasiones que en otra vida fui de sangre real y varón). En el que todas las mañanas al salir y pisar la calle, al hollar la inmaculada nieve virgen, impoluta y deslumbrante caída durante la noche, la sangre inevitable ensuciando hasta el límite de la indecencia. Sucia como mi vida de entonces. Vacía, como el pequeño cerco que dibujaba tiñendo de rojo el blanco, por momentos, hasta que los copos de nieve que con un poco de suerte volverían a caer, harían desaparecer. Y eso significaba que sería un buen día, que seguiría nevando, que el termómetro subiría hasta quedarse en menos 3 o menos 2, tal vez al mediodía en torno a los cero grados, y luciría un tímido sol, nunca suficiente para caldear nuestros corazones, pero siempre necesario. Y cuando ese viernes me emborrachara en el Enchilada -sentido del humor el que le puso ese nombre a ese bar en ese pueblo perdido entre montañas tan lejos de México, tan lejos de todo- podría compartir con Manuel, el cordón umbilical que me mantenía unida a las sonrisas y a mi lengua, el camarero mexicano, tan lejos de México, tan lejos de todo. Ese rayo de luz, de esperanza; de que el fin del invierno tendría que llegar en algún momento.
Y cuando ya estamos a punto de regresar a nuestros puestos a reiniciar nuestra laboral mañana de viernes, vuelve a preguntar. ¿Y el hielo? ¿A qué huele el hielo?... A nada, el hielo no huele a nada, el hielo quema, abrasa, vacía... pero no huele. Basta mirar hacia el cielo en una noche cualquiera de invierno, si está plagado de estrellas, ni modo, amaneceremos con hielo en nuestros corazones.
P.D. Julie Christie y Omar Sharif en ¿hace falta decirlo?