Apostasía
Aún sentados en la mesa, tras la cena, revolviendo con la cucharilla un café solo que no tengo intención de beber. No sé por qué acabo pidiendo un café en esas circunstancias si a mí no me gusta el café. Tal vez para fingir la apariencia de una normalidad que no poseo, la gente normal toma café, supongo, y aún es demasiado pronto para que conozca mis carencias y defectos.
Me descubro de pronto pensando que no me creo ni una sola palabra de lo que me está contando. Ni de lo que me está contando ahora, ni de lo que me lleva contando toda la tarde ni en las semanas anteriores. En circunstancias normales me hubiera levantado y me hubiera ido sin hacer demasiado ruido y al amparo de cualquier excusa fácil y barata sin importarme demasiado que a él le pareciera precisamente eso, fácil y barata. Claro que en circunstancias normales yo soy de las ingenuas, me resulta más fácil creerme todo lo que me cuentan sin tratar de discernir las verdades y las mentiras y no es que si me dicen que las vacas vuelan de inmediato me asome a una ventana para ver una pasar, pero he aprendido que la mayor parte de la gente que miente se cree sus propias mentiras, y si ellos lo hacen, por qué no hacerlo yo, al fin y al cabo no hay mejor modo de convertir mentiras en verdades que creyéndoselas. Ya cantaba Arjona: si nunca dije la verdad fue porque la verdad siempre fue una mentira y no significa eso que ofrezca mi corazón o mi dignidad al primer mentiroso, digo postor, que puje por mi alma.
Debería creer sin vacilación por tanto todo lo que me dice. Aceptar ese trato que me propone. Dejar de lado las imposturas propias de los primeros y vacilantes pasos de una posible, no sé si probable, relación. Pero no lo hago, no le creo. Da igual lo que me esté contando o me haya contado. No percibo más que sombras y dudas en sus palabras, y lo peor de todo es que no me importa, le dejo hablar y no planeo una huida. Aunque ya haya tomado una decisión.
Me descubro de pronto pensando que no me creo ni una sola palabra de lo que me está contando. Ni de lo que me está contando ahora, ni de lo que me lleva contando toda la tarde ni en las semanas anteriores. En circunstancias normales me hubiera levantado y me hubiera ido sin hacer demasiado ruido y al amparo de cualquier excusa fácil y barata sin importarme demasiado que a él le pareciera precisamente eso, fácil y barata. Claro que en circunstancias normales yo soy de las ingenuas, me resulta más fácil creerme todo lo que me cuentan sin tratar de discernir las verdades y las mentiras y no es que si me dicen que las vacas vuelan de inmediato me asome a una ventana para ver una pasar, pero he aprendido que la mayor parte de la gente que miente se cree sus propias mentiras, y si ellos lo hacen, por qué no hacerlo yo, al fin y al cabo no hay mejor modo de convertir mentiras en verdades que creyéndoselas. Ya cantaba Arjona: si nunca dije la verdad fue porque la verdad siempre fue una mentira y no significa eso que ofrezca mi corazón o mi dignidad al primer mentiroso, digo postor, que puje por mi alma.
Debería creer sin vacilación por tanto todo lo que me dice. Aceptar ese trato que me propone. Dejar de lado las imposturas propias de los primeros y vacilantes pasos de una posible, no sé si probable, relación. Pero no lo hago, no le creo. Da igual lo que me esté contando o me haya contado. No percibo más que sombras y dudas en sus palabras, y lo peor de todo es que no me importa, le dejo hablar y no planeo una huida. Aunque ya haya tomado una decisión.