The promised land
Desde donde estoy sentada ahora veo su fotografía camuflada en esa pared que alguien un buen día decidió cubrir con marcos de todo tamaño y tonalidad, con fotografías en blanco y negro o a todo color, con historias pasadas que en algunos casos nos dicen que aún existe un futuro.
Su rostro aparece en varias. Su mirada triste y vacía. Una mujer adelantada a su tiempo, siempre dicen, cuando muy de cuando en cuando alguien la nombra y se le recuerda, casi de puntillas, para no perturbar su recuerdo. La boca sellada, mejor no contar, no recordar, tal vez se cree la ilusión de que algo nunca ha existido si no se habla de ello.
Está la fotografía del día de su boda. El gesto serio, casi adusto, del marido, sentado; ella a su lado de pie apoya una mano sobre su hombro. Esa escena tan típica de tantas bodas de otros tiempos que parece ahora se ha puesto de moda y que las parejas actuales reviven con gesto de complicidad, como si en lugar de ellos fueran sus antepasados los fotografiados. El hombre ocupa el centro de la fotografía, el foco de atención, ella, tan sólo un accesorio. ¿Cuántos años tendría en esa foto? Nunca he sabido, nunca me han contado. Unos 18 tal vez, no muchos más, aunque parece mayor. La rigidez del vestido, del gesto, la mirada perdida por estar en el lugar equivocado, por querer luchar contra un destino que irremediablemente se torna en realidad.
No, nunca he sabido aunque siempre quise saber. De niña, camuflando de ingenuidad y de malsana curiosidad mis preguntas, los mayores me acallaban con viejas historias travestidas de cuentos de hadas y de finales felices, cuando la que llegó a ser su casa, en la que vivió sin habitarla, se convirtió en el escenario de los fines de semana de mi infancia, y encerrada en aquel desván, cuarto de juegos particular, encontraba viejas fotos, acaso cartas, vestidos apolillados y revistas.
Tan sólo la tía P. con la nostalgia que daban los años vividos ofrecía a veces respuestas, que en realidad no eran tales, no iban a mí dirigidas, no satisfacían mis preguntas. Supongo que simplemente rememoraba en voz alta y yo atesoraba esos pequeños datos, la sucinta información que se le escapaba recordando su niñez. Rápidamente caía en el más absoluto de los mutismos cuando de pronto percibía que yo seguía ahí, atenta a sus palabras y no había ido tras en el resto de los niños que corrían escaleras abajo en busca de la prometida merienda, o del juego que nos ofrecían, o simplemente huyendo de la regañina por estar escondidos en el desván entre polvo y viejos muebles en lugar de estar afuera, al sol, que tan esquivo nos resultaba entonces.
Ella callaba, hacía un gesto con las manos como queriendo ahuyentar el pasado, boberías, historias de viejos que a ti poco deben preocuparte, niña, que quieres saber demasiado. Y yo también me quedaba en silencio, bien sabía que no me iba a contar nada, que la información ya estaba servida por ese día, y me iba, atesorando en mi cabeza las palabras escuchadas al azar, deslavazadas, tratando de poner orden, de construir una historia, la suya, que también era la mía.
Su rostro aparece en varias. Su mirada triste y vacía. Una mujer adelantada a su tiempo, siempre dicen, cuando muy de cuando en cuando alguien la nombra y se le recuerda, casi de puntillas, para no perturbar su recuerdo. La boca sellada, mejor no contar, no recordar, tal vez se cree la ilusión de que algo nunca ha existido si no se habla de ello.
Está la fotografía del día de su boda. El gesto serio, casi adusto, del marido, sentado; ella a su lado de pie apoya una mano sobre su hombro. Esa escena tan típica de tantas bodas de otros tiempos que parece ahora se ha puesto de moda y que las parejas actuales reviven con gesto de complicidad, como si en lugar de ellos fueran sus antepasados los fotografiados. El hombre ocupa el centro de la fotografía, el foco de atención, ella, tan sólo un accesorio. ¿Cuántos años tendría en esa foto? Nunca he sabido, nunca me han contado. Unos 18 tal vez, no muchos más, aunque parece mayor. La rigidez del vestido, del gesto, la mirada perdida por estar en el lugar equivocado, por querer luchar contra un destino que irremediablemente se torna en realidad.
No, nunca he sabido aunque siempre quise saber. De niña, camuflando de ingenuidad y de malsana curiosidad mis preguntas, los mayores me acallaban con viejas historias travestidas de cuentos de hadas y de finales felices, cuando la que llegó a ser su casa, en la que vivió sin habitarla, se convirtió en el escenario de los fines de semana de mi infancia, y encerrada en aquel desván, cuarto de juegos particular, encontraba viejas fotos, acaso cartas, vestidos apolillados y revistas.
Tan sólo la tía P. con la nostalgia que daban los años vividos ofrecía a veces respuestas, que en realidad no eran tales, no iban a mí dirigidas, no satisfacían mis preguntas. Supongo que simplemente rememoraba en voz alta y yo atesoraba esos pequeños datos, la sucinta información que se le escapaba recordando su niñez. Rápidamente caía en el más absoluto de los mutismos cuando de pronto percibía que yo seguía ahí, atenta a sus palabras y no había ido tras en el resto de los niños que corrían escaleras abajo en busca de la prometida merienda, o del juego que nos ofrecían, o simplemente huyendo de la regañina por estar escondidos en el desván entre polvo y viejos muebles en lugar de estar afuera, al sol, que tan esquivo nos resultaba entonces.
Ella callaba, hacía un gesto con las manos como queriendo ahuyentar el pasado, boberías, historias de viejos que a ti poco deben preocuparte, niña, que quieres saber demasiado. Y yo también me quedaba en silencio, bien sabía que no me iba a contar nada, que la información ya estaba servida por ese día, y me iba, atesorando en mi cabeza las palabras escuchadas al azar, deslavazadas, tratando de poner orden, de construir una historia, la suya, que también era la mía.