A una ilustre desconocida
...por el momento más surrealista y delirante que he vivido en mucho tiempo.
Cuando vivía fuera de España una de las situaciones que más pudor me producía tenía lugar a la hora de comprar ropa cuando me dirigía con ella a los probadores. Por una razón que nunca llegué a comprender y a diferencia de las tiendas comunes y corrientes que yo frecuento los cubículos utilizados como probadores no tenían espejo y una tenía que salir a una especie de vestíbulo en el mejor de los casos o de simple pasillo en el resto para poder mirarse en uno. Fue entonces cuando adquirí la costumbre de comprarme la ropa sin probarla, ya la devolvería en el caso de que no me sirviera y/o convenciera. Costumbre que por cierto resulta muy útil en época de rebajas. Te llevas todo lo que puede gustarte sin aguantar colas y sin riesgo de quedarte sin tu supuesta talla entre tanto entrar y salir del probador. He de decir que he importado esta forma de actuar con gran éxito.
Hablaba de pudor que me produce no tanto verme ante un espejo dando vueltas y decidiendo si la falda es demasiado larga (o corta) o si realmente necesito esos pantalones, como ver a los demás en la misma circunstancia. Y sin poder opinar, que es lo que más me cuesta. Por qué cómo quedarse callada ante una pareja de amigas de las cuales una asiente mientras la otra embutida en unos pitillo dos tallas menores a la que realmente necesita proclama un “¿me sientan bien, no?”.
Si a esa pareja, porque siempre es una pareja (una madre y una hija, un par de amigas, muy de cuando en cuando un trío) la trasladamos de los probadores a los baños públicos de una biblioteca, también pública, a los que una entra entra con urgencia y cargada de libros, mi coeficiente de pudor, especialmente el ajeno, se dispara.
Supongo que la mayoría pensará que es altamente improbable que alguien utilice los baños de la biblioteca municipal como vestidor, pero les aseguro que en Oviedo, los jueves por la mañana y en los baños de la planta baja de la Biblioteca de Asturias situada en la Plaza del Fontán (y en su ubicación radica precisamente el motivo de tal invasión) ocurre y hay auténticas colas. En los femeninos al menos. En los de hombre, lo desconozco, no los frecuento (al menos no en ese lugar ni a esas horas).
Curada de espantos me creía yo respecto a lo que se podía encontrar una en esos baños cuando esta mañana después de más de media hora dando vueltas por sus pasillos y salir cargada de libros, ninguno de ellos el que había ido a buscar, decidí entre la urgencia y las prisas entrar en el baño camino de la salida. Estaba completamente vacío cuando entré y cuando me dispongo a salir me encuentro con que ha entrado alguien, una mujer, que con todos los grifos de agua abiertos se dispone a lavarse, o algo parecido, y para ello no ha dudado, en un tiempo record, en desnudarse por completo.
Ante mi asombro la tipa tararea una canción mientras va dando saltitos, ¿debido al frío?, y se enjabona a la inglesa con toda su ropa hecha un ovillo en el suelo. No puedo maravillarme de la prisa que se ha dado en desnudarse, pues tuvo que entrar detrás de mí y apenas habían pasado un par de minutos.
Yo me quedo parada sin saber si volver a entrar en el retrete o salir, pero dado que el espacio es muy pequeño si ella no se aparta tomar la salida es imposible. De pronto repara en mi presencia y me reclama un cigarrillo. Le digo que no fumo y ella suspira mientras murmura tampoco un mechero por tanto. Me hace un gesto, que espere viene a decir, mientras termina de lavarse o lo qué esté haciendo. Me apoyo pacientemente en la pared sin saber hacia donde mirar y de pronto alguien comienza a aporrear la puerta. Parece ser es el guardia de seguridad o algo así, le reclama que salga, y ella impasible sigue con sus saltitos hasta que a modo de respuesta le grita a través de la puerta: "Despacio, que la están peinando". Yo no puedo contener ya no la risa, sino las carcajadas. Aunque me corto enseguida, no vaya a ofenderse. Pero nada más lejos de la realidad, pues me mira y por momentos parece recuperar la cordura, si es que en algún momento la perdió, me sonríe, se coloca detrás de la puerta y me indica la salida mientras me dice que mejor salga, no vaya a meterme en un lio.
Con una mano abro la puerta, con la otra hago equilibrios con los libros y el bolso y me encaro con un buen montón de gente que me mira con cara asombrada mientras un tipo vestido de gris me agarra del brazo. Con mi pose más digna le doy los buenos días, me zafo de su mano y me dirijo a la salida entre los cuchicheos y murmullos de los presentes mientras el tipo de la seguridad consciente de su error vuelve a aporrear la puerta.
Cuando vivía fuera de España una de las situaciones que más pudor me producía tenía lugar a la hora de comprar ropa cuando me dirigía con ella a los probadores. Por una razón que nunca llegué a comprender y a diferencia de las tiendas comunes y corrientes que yo frecuento los cubículos utilizados como probadores no tenían espejo y una tenía que salir a una especie de vestíbulo en el mejor de los casos o de simple pasillo en el resto para poder mirarse en uno. Fue entonces cuando adquirí la costumbre de comprarme la ropa sin probarla, ya la devolvería en el caso de que no me sirviera y/o convenciera. Costumbre que por cierto resulta muy útil en época de rebajas. Te llevas todo lo que puede gustarte sin aguantar colas y sin riesgo de quedarte sin tu supuesta talla entre tanto entrar y salir del probador. He de decir que he importado esta forma de actuar con gran éxito.
Hablaba de pudor que me produce no tanto verme ante un espejo dando vueltas y decidiendo si la falda es demasiado larga (o corta) o si realmente necesito esos pantalones, como ver a los demás en la misma circunstancia. Y sin poder opinar, que es lo que más me cuesta. Por qué cómo quedarse callada ante una pareja de amigas de las cuales una asiente mientras la otra embutida en unos pitillo dos tallas menores a la que realmente necesita proclama un “¿me sientan bien, no?”.
Si a esa pareja, porque siempre es una pareja (una madre y una hija, un par de amigas, muy de cuando en cuando un trío) la trasladamos de los probadores a los baños públicos de una biblioteca, también pública, a los que una entra entra con urgencia y cargada de libros, mi coeficiente de pudor, especialmente el ajeno, se dispara.
Supongo que la mayoría pensará que es altamente improbable que alguien utilice los baños de la biblioteca municipal como vestidor, pero les aseguro que en Oviedo, los jueves por la mañana y en los baños de la planta baja de la Biblioteca de Asturias situada en la Plaza del Fontán (y en su ubicación radica precisamente el motivo de tal invasión) ocurre y hay auténticas colas. En los femeninos al menos. En los de hombre, lo desconozco, no los frecuento (al menos no en ese lugar ni a esas horas).
Curada de espantos me creía yo respecto a lo que se podía encontrar una en esos baños cuando esta mañana después de más de media hora dando vueltas por sus pasillos y salir cargada de libros, ninguno de ellos el que había ido a buscar, decidí entre la urgencia y las prisas entrar en el baño camino de la salida. Estaba completamente vacío cuando entré y cuando me dispongo a salir me encuentro con que ha entrado alguien, una mujer, que con todos los grifos de agua abiertos se dispone a lavarse, o algo parecido, y para ello no ha dudado, en un tiempo record, en desnudarse por completo.
Ante mi asombro la tipa tararea una canción mientras va dando saltitos, ¿debido al frío?, y se enjabona a la inglesa con toda su ropa hecha un ovillo en el suelo. No puedo maravillarme de la prisa que se ha dado en desnudarse, pues tuvo que entrar detrás de mí y apenas habían pasado un par de minutos.
Yo me quedo parada sin saber si volver a entrar en el retrete o salir, pero dado que el espacio es muy pequeño si ella no se aparta tomar la salida es imposible. De pronto repara en mi presencia y me reclama un cigarrillo. Le digo que no fumo y ella suspira mientras murmura tampoco un mechero por tanto. Me hace un gesto, que espere viene a decir, mientras termina de lavarse o lo qué esté haciendo. Me apoyo pacientemente en la pared sin saber hacia donde mirar y de pronto alguien comienza a aporrear la puerta. Parece ser es el guardia de seguridad o algo así, le reclama que salga, y ella impasible sigue con sus saltitos hasta que a modo de respuesta le grita a través de la puerta: "Despacio, que la están peinando". Yo no puedo contener ya no la risa, sino las carcajadas. Aunque me corto enseguida, no vaya a ofenderse. Pero nada más lejos de la realidad, pues me mira y por momentos parece recuperar la cordura, si es que en algún momento la perdió, me sonríe, se coloca detrás de la puerta y me indica la salida mientras me dice que mejor salga, no vaya a meterme en un lio.
Con una mano abro la puerta, con la otra hago equilibrios con los libros y el bolso y me encaro con un buen montón de gente que me mira con cara asombrada mientras un tipo vestido de gris me agarra del brazo. Con mi pose más digna le doy los buenos días, me zafo de su mano y me dirijo a la salida entre los cuchicheos y murmullos de los presentes mientras el tipo de la seguridad consciente de su error vuelve a aporrear la puerta.