Por (extraños) motivos que no vienen al caso y poca importancia tienen me encontré este fin de semana con alguien a quien había conocido unos veinte años atrás. Me temo que una debe plantearse haber alcanzado ya una cierta edad cuando comienza a tropezarse con gente a la que conoció hace ya tantos años.
No recuerdo la fecha exacta de aquel verano, porque fue un verano. Yo tendría unos 12 o 13 años y él bastantes más, en todo caso nunca supe su edad, supongo que rozaría los 20 y que ahora rondando los 40 sigue pareciendo el mismo de entonces. Si acaso alguna cana bien disimulada en su pelo rubio.
Supongo que de habernos encontrado espontáneamente y por casualidad le hubiese reconocido sin dudarlo, no tanto él a mí… Si eras una cría que apenas levantaba dos palmos del suelo cuando yo tonteaba con tu hermana, me dice de pie (que somos de la cuenca) en una barra de Gascona. Dato un tanto inexacto puesto mal que le pese a muchos yo siempre he levantado bastante más de dos palmos del suelo, incluso a los 12 años. Si no recuerdo mal ya era más alta que mi hermana, tres años mayor y fugaz novia suya cierto tiempo después de aquel verano en el que se conocieron.
Me parece que a él le hubiera gustado que la noche se alargase, que tras las sidras llegaran otras copas, tras los recuerdos y evocaciones, las preguntas de “qué fue de” y el repaso a los viejos conocidos comunes tal vez una conversación más libre. A mí me hubiese parecido casi una traición fíjeseustedquetontería, a mi memoria y mis recuerdos. Probablemente él no lo entendería pero prefiero recordarle con la inocencia y la mirada de aquella niña que estaba dejando de serlo y no con la de adulta a destiempo. Echar la vista atrás y rememorar esa foto en la que ajenos al mundo y sentados en la escalinata sonriendo al obligado fotógrafo que le daba la espalda al mar posaban entre risas y despedidas los tres en una Ribadesella en la que las niñas aún querían ser prinzesas.