Ayer tomé varias decisiones transcendentales. Entre otras, y por enésima vez, darle un vuelco a mi vida (que sé que no daré, pero al menos que se quede en el intento) y quedarme sólo con lo bueno. No en el sentido de mirar o tratar de ver la botella medio llena, que también, sino de no dedicar ni una milésima de segundo a lo malo, o a lo que no me aporta nada, o sólo me da quebraderos de cabeza; a apartarlo, a alejarme. Han pasado 24 horas, eran las 8:30 del domingo a la mañana, y no he cumplido absolutamente ninguna de ellas.
También me prometí que a partir de ese momento sólo bebería fanta de naranja. Ayer me pasé medio día con ganas de ella y no pude evitar pensar que me gustaría que la vida fuese como una fanta, que al fin y al cabo es algo muy simple, agua, burbujas, toneladas de azúcar y color naranja. Aunque me esté quitando del azúcar y el color naranja nunca me haya gustado.
Igualmente me prometí no volver a alcoholizarme nunca jamás... no, tampoco lo cumplí, aunque me da en la nariz que ésta va a ser la única promesa que se torne en verdad. Aunque por lo pronto ayer tarde volviera a incumplirla y aunque mi inicial propósito era obivamente beber fanta, de naranja, alguien me convenció, aún no me explico cómo, de que la mejor forma de combatir una resaca era encadenarla con otra.
Así que aquí estamos, lunes, pasando de las 8:30 de la mañana. Llevo una hora delante de una pantalla en blanco en una oficina casi vacía. Aquí mañana es fiesta local y gran parte del mundo mundial se ha cogido un puente, excepto yo, que aún tengo tres semanas de vacaciones para gastar antes del fin de diciembre y no tengo ni la más mínima idea de qué hacer con ellas (sé en todo caso lo que me gustaría hacer, que soñar es gratis y a mí, por cierto, cada día me resulta más fácil).
Tercera promesa. No juzgar, cultivar la empatía, librarme de prejuicios, tratar de que la gente, sus vidas, sus coches y sus casas, no me resulten tan feas. Ser capaz de mirarme en el espejo y sonreírme y sacarme la lengua. Ser capaz de aceptar mis defectos, reconocer mis virtudes y que la gente que me recuerde a mí comienze a gustarme. No juzgar, que ya lo he dicho, y no calificar de cobardía, ajena, las actitudes que no entiendo. Que esa es otra, se me llena la boca tachando de cobarde a determinadas personas o determinados gestos. Que acá, la valiente, asume, se enfrenta y no se calla jamás. Bang, y yo me lo creo.
A veces, demasiadas, se me olvida que no soy quién para juzgar a los demás. Para decidir qué es lo correcto y qué no lo es. Puedo determinar lo que yo haría en determinada situación, o lo que no haría, o lo que me callaría; pero no tengo derecho, aunque se me olvide, a hacerlo con los demás. Pero lo hago, claro, continuamente; y como si fuera niña de cinco años a la que le quitan los sugus de cereza, me enfado y decido que es injusto (que la vida siempre lo es), y que es cobarde, y que es indigno, de mí, obvio. Y después me enfado conmigo, y considero que ahora soy yo la indigna , y la injusta y la cobarde, por no poder saber o querer o poder admitir que no tengo autoridad alguna para que el mundo, o la parte que yo elija de él, que al fin y al cabo siempre se reduce a lo mismo, baile a mi son. Así que me enfado por vez tercera y callo, aunque no del todo, y acepto, aunque no quiera aceptar, y por tanto tampoco del todo. Y me prometo, lo que no quiero promerter y a duras penas cumplo. Supongo que sé, como siempre, que todo es cuestión de tiempo. Pero el tiempo es lo que se escapa, tiempo es lo que no me sobra y tiempo es justo lo único que no puedo ofrecer, creo, tal vez... supongo, no sé.
Y vuelvo a enfadarme por cuarta vez; conmigo, obvio. Tres contra uno. Me siento egoísta e inútil e infantil, por no querer aceptar una realidad que no me gusta, como si ésta pudiese ser moldeada a nuestro antojo. Que una tiene sus años y sus barras y no es tan tonta como a veces aparenta, o sí, quién sabe, pero no es el caso. Pero no puedo evitarlo, estoy demasiado cansada, y me asusta, y mucho, lo que me está pasando. ¿Dónde está todo ese cinismo, todo ese pragmatismo del que siempre hacia gala? ¿Dónde está la promesa que me hice ayer, por enésima vez, de no perder el tiempo ni hacérselo perder a nadie?
No sé lo que me está pasando, pero no me gusta. No me gustan las cosas que no puedo nombrar, etiquetar o clasificar. No sé cómo definirlo. Cómo voy a luchar contra algo que ni siquiera sé cómo se llama. No puedo teclearlo en Google, hacer click y buscarle soluciones, armas con las que combatirlo, terapia o ayuda. Porque vuelvo a pensar que quiero vivir en un mundo de color naranja, con burbujas y toneladas de azúcar, ése en el que parecen vivir los que me rodean, que puede que ni siquiera sean más felices, puede que sólo lo finjan o que se conformen o que no se cuestionen o pregunten.
Porque yo me pregunto y cuestiono continuamente. No puedo, no quiero y por tanto no puedo, evitarlo. Pero no busco respuestas, o sí, algunas veces, no todas, no vayan a no gustarme. Quién es ahora la cobarde. Y claro, duele, cuando de repente alguien contesta por ti. Y justo en el instante en el que E. lo hizo, ayer, decidí seguir su consejo de combatir una resaca provocando otra.
Porque él me cuenta lo fenomenal, pero fenomenal, que se encuentra, o se obliga a encontrarse, que no es lo mismo, pero casi. Y yo me alegro, de veras, de verdad de la buena. Y claro, luego me toca a mí contar, y no puedo mentir y decir lo que no es cierto, que eso no va conmigo. Pero tampoco me apetece, poque me parece todo tan raro... y aunque comienzo a hablar, lo hago por el final y a medida que retrocede la historia voy tergiversándola, omitiendo detalles, probablemente los más fundamentales; dejando al final un breve esbozo, el esqueleto de unos días. Y él asiente, no sabe, claro, que no lo estoy contando todo. Pero tengo capacidad de síntesis y lo fundamental está ahí, porque lo fundamental soy yo, en realidad el resto es accesorio. Mi egocentrismo no tiene límites, todo gira en torno a mí, Yo, mi, me, conmigo...
Y él me recuerda, lo que decía hace un par de meses, lo que daría por sentir algo, por volver a dibujar un mapa, por fijar coordenadas de ilusiones, poco importa la irrealidad o inexactitud de éstas... que él es todo un experto en tejer sueños y dibujar realidades paralelas. Sí, es cierto, eso decía... Por eso mato, llegue a afirmar. Aunque sea sin deriva, sin llegar a buen puerto. Sólo por sentirme viva. Y sé que en realidad es eso, que tenía demasiadas ganas, y demasiados sueños y estaba demasiado sola y los cantos de sirena se estaban haciendo atronadores.
No tiene nada de malo, dice E., perder la cabeza por momentos si uno es capaz de recuperarla al instante, si uno es consciente de que la está perdiendo, de que todo pasa y todo llega. O darse un plazo razonable. Y le pregunto cuál es ese plazo, el razonable. ¿Una semana, unas horas, un día, seis meses? Él no sabe, dice... que esas cosas se sienten o se saben, que puede ser una semana, o tal vez un mes; no es una fórmula matemática. Y lo siente, dice que lo siente; no que no sea una suma, no que uno más uno no sumen siempre dos... Y no sé qué es lo que siente. No hay nada que sentir, y odio que alguien me compadezca por motivos por los que ni yo misma lo hago. Porque yo no me doy pena, ni lástima y no quiero que tampoco otros lo sientan. Aunque a veces no lo parezca.
Así que cerramos en falso el tema, y como comenzamos a hablar de libros y me recomienda no se cuál de no sé quién, que a él le recordó a Eduardo Mendoza, que surja lo que surje es inevitable... ¿Has sabido algo de? Y la respuesta, obvia, sin noticias de Gurb... Y tanto que sin ellas, que casi ni recuerdo quién o qué era Gurb, porque a veces llegué a pensar que más que hombre, no digamos ya ser humano, era una inteligencia artificial... pero de eso hace tantos meses, o eso me parece, aunque probablemente no hayan pasado más de cuatro.
Y ambos fruncimos ligeramente el ceño al mencionar a Gurb, por motivos diferentes y entrelazados, una especie de desagrado compartido. Que los hombres somos muy simples, Dae, aunque tú siempre te hagas la loca y no te des por enterada. Y como justo en ese momento mete gol el 'Atleti' y aunque a ninguno nos interese demasiado el fútbol le tenemos cierta simpatía, nos despistamos, o eso parece, o eso intento y obvio el comentario. Pero parece que él no.
Es lo que te comentaba antes, retoma tras el gol. La opción más fácil es la acertada. Que los hombres somos muy simples, repite. Y recalca el somos, no vaya yo a excluirle. No estoy de acuerdo, él no es simple, o bueno, tal vez sí, para algunas cosas; que para otras es exactamente igual de complicado que yo. O a lo mejor soy yo la simple... Pero le entiendo, muy a mi pesar. Y es la segunda vez en pocos días que alguien, un hombre; me dice lo mismo hablando de lo mismo.
Los hombres somos simples. Acéptalo, revuélvelo, mézclalo, tómalo como el tequila de un golpe y sin pensarlo; pero creételo. Y no, esta vez no, no me viene en gana. Que puede que sea cierto, que haya hombres, que haya personas en las que si sumas uno más uno nunca obtengamos como resultado uno y medio. Pero habrá otras, digo, que no; y son las que suelen gustarme a mí. Tú no eres simple, y por eso me gustas... supongo.
No sé, hace rato que me he dispersado. Estoy demasiado confusa esta mañana y hace tres párrafos que me he perdido y he olvidado a dónde quería ir a parar. Sólo estoy pensando en que se termine el día, laboralmente hablando; comerme un filete (aunque yo nunca coma carne) y pasar la tarde, no se en qué, pero que pase.
[Una vez pasé lista, is there anybody alive aout there?... Acá, en el blog. No recuerdo la entrada, podría buscarla, pero no... y tú te preguntabas si sabía que existías]
P.D. Clara Bow