martes, noviembre 22, 2011

Si leyera esto le dedicaría una canción...





... y si le dedicase una canción no podría ser otra más que ésta:








Sigue lloviendo... aunque ya saben, el sol brillará... Y yo vuelvo a pelearme con la conjugación irregular de los verbos portuguses.




P.D. Mitzi Gaynor and  Hugh O'brien

Si me dijeran pide un deseo no elegiría un rabo de nube


No era 20 de noviembre, aunque podría haberlo sido. Día en el que comenzó todo, aunque no lo supiéramos. Aunque en realidad hubiese comenzado mucho tiempo atrás.


Sonaba Thunder road, pero podría haber sido cualquier otra. Drive all night, Racing in the street o Point blank. Cualquier canción lo suficientemente triste. Cualquier canción que justificase mis lágrimas.


Ahora toca salir a la calle y regresar a casa tras una infernal mañana laboral (mañana aún pese a que el reloj marca exactamente las 16:39). Llueve, y probablemente en una hora la noche haya caído casi tanto como los termómetros. Noviembre ha llegado y con él el mejor de los otoños.






Entonces ni siquiera estaba triste... o tal vez sí. Sólo un poco. Tal vez porque aún no he aprendido del todo a estar de otra manera.


Alguien me dijo una vez que mi olvido tenía el color de las violetas, como algunos amaneceres o tu mirada al fondo de un vaso de ginebra




No sé cómo acabamos allí. La ciudad entera se sumerge en la fiesta entre idas y venidas, conciertos varios y reencuentros, pero él me propone huir. Escondernos hasta de nosotros mismos, cómo si fuese posible, y acabo aceptando su propuesta, al lado del mar, al filo de la madrugada recorriendo los viejos bares, testigos de tantas de nuestras noches cuando aún creíamos en el futuro…

-“Las madrugadas son azules.” -Dice de pronto, tras un largo tiempo sumido en el silencio.

¿Azules?, ¿cómo tus ojos?, ¿cómo mi ginebra?, interrogo con la mirada (hay demasiado ruido).

Miro por encima de su hombro tras la cristalera que nos separa, aísla y protege del exterior. Está amaneciendo y la bruma se extiende sobre las inquietantes gaviotas que sobrevuelan las olas rompiendo contra el muro y pienso en cuál sería el color de mis madrugadas. Sin duda oscilaría entre el gris de los asientos traseros de mi coche y el rojo de su carrocería, el sombrío amarillo de las farolas iluminando la avenida donde me salto los semáforos y el lívido naranja de los besos con los que esa pareja, noche tras noche, se despide en la oscuridad del portal. Entre el violeta, color del que alguien me dijo se disfrazaba mi olvido y el azuloscurocasinegro en el que envuelvo mis sueños y deseos. Entre el verde desvaído con el que vistes tu mirada...  Decididamente mis madrugadas no son azules. Claro está que el daltonismo vital nunca ha sido óbice para nuestra amistad.



Da un último trago a su cerveza y se levanta sin decir nada. Simplemente coge la cazadora que reposa colgada haciendo equilibrios en el respaldo de la silla y con uno de esos autoritarios gestos, señas de su identidad, me indica que quiere irse y me invita, ordena más bien, a acompañarlo. También yo con un gesto, inútil echar mano de las palabras entre el volumen de música y conversaciones, le digo que se vaya, que yo me quedo. Se encoge de hombros, como diciendo “allá tú si prefieres quedarte sentada sola en un bar a las siete de la mañana”. 

Cuando llega a la puerta aún lanza una última mirada hacia mi rincón para comprobar, supongo, si sigo allí. Lo despido con un gesto. Conozco el segundo acto de la noche que ya ha dejado de ser noche y hoy no me apetece representar mi papel, son más de diez años ya, creo que va siendo hora de retirarme del escenario.







P.D. Alida Valli y Joseph Cotten en "The third man"

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