Los aeromozos de Iberia
Se llama Carlos. Tiene un apellido incomprensible, al menos para mí. Y a la única conclusión a la que he llegado es que no se apellida ni García, ni Fernández, ni Suárez… quiero decir que no tiene un apellido común y corriente. De ser así lo entendería, creo. Es sobrecargo en Iberia. Esa compañía a la que estoy abonada permanentemente pese a la pérdida de maletas, a los retrasos, a las carreras por la interminable T4, y muy especialmente pese a sus precios, aunque entre tanta compañía low cost, paradojas del mundo globalizado, yo siempre acabo volando con ella, donde siempre encuentro el mejor precio.
De un tiempo a esta parte, pese a todo eso y mucho más, frecuento sus aviones y una determinada ruta, y entre tantos inconvenientes que me hacen esbozar disgusto cada vez que tengo que dirigirme al aeropuerto he encontrado una luminosa motivación en forma de perenne sonrisa convirtiendo esos vuelos en casi apetecibles (sólo casi, no nos pasemos).
La sonrisa de Carlosnosequé (nunca entiendo el apellido) es de galán de cine. De cine clásico de los 50, made in Hollywood, por supuesto, al estilo Cary Grant. De esas que ahora no se encuentran. Tal vez de cuando en cuando George Clooney esboce un atisbo de ella, aunque a veces, las más, se quede en mueca.
Ya he perdido la cuenta del número de veces que hemos coincidido, ¿hemos coincidido?, que presunción por mi parte, digamos mejor que ya son innumerables las veces en que me he dado de bruces con él, porque yo siempre tropiezo con todo el mundo en los pasillos de los aviones, y si no soy yo ya se encarga mi equipaje de mano de hacerlo convenientemente.
No suelo prestar atención a todas esas explicaciones que las azafatas y ¿azafatos? dan acerca de cómo colocarse la mascarilla y el chaleco o la ubicación de las puertas de emergencia. Y dado que el sobrecargo, mi único objeto de interés, suele hacer la exhibición para los pasajeros de primera y yo vuelo en económica (clase), queda fuera de mi ángulo de visión pese a mi más que vanos estiramientos de cuello, suelo enfrascarme en la lectura de un libro o un periódico. Si acaso echo una mirada de reojo a la azafata de turno, me fascina esa sonrisa de “dientes, dientes” a medio camino entre la resignación y la burla, enseguida me centro en la lectura. Pero en mi último vuelo al margen de que Carlosnosequé volvía a ser el sobrecargo, iluminando el avión con su sonrisa y su porte, e insisto en que es uno de esos hombres que ya no se encuentran por la calle y por los que una siente una más que manifiesta debilidad; había una novedad, al menos para mí, en forma de un ¿azafato? (¿cómo se les llama?) mucho más joven y probablemente mucho más guapo, por el que no pude dejar de sentirme atraída, por inexplicables razones y en todo caso muy diferentes a las que motivaban mi atracción hacia Carlosnosequé. En él la permanente sonrisa seña característica de ese gremio era pura ausencia. Su gesto, o más bien mueca, el que exhibía mientras extendía los brazos, los acercaba o mostraba el chaleco expresaba tal hastío, tanta desgana, incluso me atrevería a decir asco, que era absolutamente llamativo. ¿Tendría un mal día?. De lo contrario habría que explicarle el mecanismo de la sonrisa.
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