martes, noviembre 09, 2010

No viene a cuento de nada, pero tengo que decirlo... odio a Federico Moccia y me he leído todos sus libros... estoy muy mal.

Y le han dado el Goncourt a Houellebecq...






[Ya pongo a Lou Reed para compensar...]


P.S. ¿Y saben? Aunque a ustedes ni les vaya ni les viene, ya tengo otro motivo, para esperar con ansia que llegue el 16 de noviembre... y tiene que ser una buena señal, de seguro...














Escucho el último disco de Willie Nile, y bang, me acuerdo de aquella canción que decía que harían una estatua en tu nombre, y pienso que fue bonito mientras duró... Y aclaro, aunque no debería aclarar nada, que vayan ustedes a saber lo poco, mucho o nada que les importan mis aclaraciones, y al fin y al cabo este es el juego, que yo escribo y ustedes leen e interpretan y a veces hasta se dan por aludidos, sin que yo señale con el dedo, que ustedes solitos y su pretensión se bastan y se sobran, y que a veces aciertan, claro, y otras se equivocan, obvio... pero aclaro, que deseo que le vaya bonito a muchos más de dos, e incluso de tres, que hasta se lo deseo a mi no-compañero de fatigas laborales, que hoy me descubrí dándole consejos sobre cómo afrontar el examen de oposición al que se enfrentará el domingo y en el que por cierto yo estaré al otro lado, sobre la tarima. Pues eso, que a lo mejor es que empiezo a creérmelo, a aceptarlo y a resignarme, respectivamente. Y que les deseo a todos, de lo bueno, lo mejor, siempre que a mí me quede la mejor parte; y pidiendo un último favorcito, para no irme de vacío, que en alguna tarde de éstas que nos quedan de noviembre se acuerden un poquito de mí, aunque no hace falta que me lo digan, que ya no importa, porque probablemente yo sí que no me acuerde de ustedes...

Y ahora debería volver a sonar Lou Reed, pero no quiero correr el riesgo de tener que admitir que tú tenías razón y yo estaba equivocada... y probablemente vuelva a querer que me lo recuerdes... y vuelta a empezar, que ni modo, ¿no?

¿Acaso sabes tú cuánto mide la memoria?... Porque no olvides que ésta siempre cambia el tamaño de las cosas (I)



Si mi madre leyese esto, que no lo va a hacer, supongo, entre otras cosas porque desconoce su existencia, obviamente, y ni oportunidad va a tener, creo que se sentiría especialmente defraudada conmigo, y probablemende decepcionada consigo misma. Diría algo así como que ella no ha educado a su cuarta hija para que estuviera llena de miedos, de temores, de infelicidad, de inseguridades y abismos; y que ni modo, desde luego tampoco para que su felicidad dependa de tener o no un hombre a su lado; ni para que viviera en un cuento de le lechera permanente, haciendo planes de continuo sobre qué hacer con su vida en caso de tocarle la lotería, cuando ni siquiera se compra un mísero cupón de la Once.

Tres hermanas mayores siempre independientes y felices; y un hermano pequeño, el príncipe no precisamente destronado; y yo, la cuarta de cinco, la autónoma y autosuficiente, siempre a solas por los rincones de esa enorme casa con un padre en exceso autoritario y una madre siempre ocupada. Obediente y cabal, rodeada de libros adultos y discos robados a los novios de mis hermanas, Leonard Cohen y Mike Ríos iniciaron el camino que nunca llegaría a Itaca, sino a Atlantic city; construyéndome un mundo a medida en cualquier rincón entre las sombras, siempre pasando desapercibida y tratando de no molestar y no hacer ruido. Una vida que comenzaba al bajarme a las cinco y media de la tarde del autobús, me quitaba el uniforme del colegio mientras merendaba con Espinete de fondo y hacía los deberes sin que nadie me recordara que era mi obligación. Puntualmente a las ocho en la cama con un libro entre las manos, la luz apagada no más allá de las diez y el walkman escondido entre las sábanas. Si ese día, Pilar Miró que estés en los cielos mediante, ponían una de Gary Cooper o de Montgomery Clift, mi madre concedía la excepción que nunca confirmó la regla.

Yo sabía en todo momento lo que tenía qué hacer, cuáles eran mis deberes y obligaciones, cuándo tocaba sonreir y sentarse con la falda bien estirada y las rodillas bien juntas. Cuándo correspondía asentir y dar las gracias y dejarse peinar y subirse los calcetines para pasar revista ante las visitas, ante las tías que siempre me recordaban que yo era rubia y rizosa como ella, pero que ojalá no heredara su carácter y esa total falta de ausencia de buenos modales, sentido común y protocolo. Y mi hermana C., tres años mayor, siempre preguntaba a quién se parecía por tanto ella, y mi tía P. le decía que si mis cabellos brillaban como el oro, los suyos lo hacían como la plata, y ella asentía satisfecha, hasta que un buen día se sentó frente al espejo comparando el tono oscuro de su pelo con la fotografía enmarcada en plata de la foto de bodas de los abuelos... esa misma tarde se acabó mi infancia, que los Reyes son los padres, por si no lo sabías.



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