jueves, agosto 13, 2009

Imitación a la vida


A través de la ventana que da a la galería veo su foto. Colgada en esa pared que alguien un buen día consignó como incomparable marco y que a lo largo de los años se ha ido completando con los retratos de cuatro generaciones.

Nunca antes me había fijado en ella y no recuerdo cuándo fue colgada allí. Probablemente en tiempos recientes, salvada de los restos del naufragio de su casa madrileña.

Supongo que tendría unos 30 años cuando se la hicieron, aunque es difícil determinar su edad. No parecía envejecer, sólo en los últimos años de su vida, con los estragos causados por la enfermedad. Pero nunca perdió su porte ni su innata elegancia.

Luce una mantilla española, de un color que la fotografía en blanco y negro no permite definir y un traje de chaqueta entallada, probablemente copia de algún Balenciaga o Dior, los dioses paganos a los que tanto adoraba y que sin duda pondría a la altura del más convencional, al que rezaba, siendo, pese a sus excentricidades y alardes de mujer libre, católica de misa y comunión los domingos y fiestas de guardar.

Aparece sentada frente a un velador de mármol, en algún café. A su espalda la cristalera que da a una concurrida calle de una ciudad que no logro identificar. Las manos enguantadas sobre el regazo, sumisamente, en una actitud que contradice su mirada desafiante, los ojos apuntando directamente a la cámara.

Yo la recuerdo viviendo ya en Barcelona. Ciudad que adoraba y centro de su mundo. Como inevitable consecuencia arrastraba un ligero acento catalán adquirido con los años y las primeras (y casi únicas) palabras que yo sé de esa lengua las aprendí de ella. Casi siempre expresiones de desconcierto o de ira.

Ciudadana del mundo. Fotografías y postales llenas de recuerdos que atestiguan su paso por Jerusalén, Caracas o Amsterdam. Aunque sus veranos siempre estaban ligados a Asturias y es precisamente de entonces cuando la recuerdo. Llegaba con su aire de las Ramblas y su “maca” dispuesta a tomarse todo el sol que la verde y gris Asturias podía ofrecer, que no era mucho. Y por supuesto a arrastrarnos a los demás en su intento.

Con uno o dos días de antelación se nos avisaba de su llegada y había que meterse en el baño y cambiar los shorts con zapatillas Victoria y las camisetas llenas de sietes por los vestidos con merceditas, y la cola de caballo por una melena cuidadosamente peinada con su lazo correspondiente. Luego llegaban los días de playa en Luanco o Ribadesella e incluso Gijón, cuando eran de ida y vuelta. Pese a que yo odiara la playa de San Lorenzo, demasiado grande y ruidosa, y la visita anual a la Feria Internacional de Muestras era de mortal aburrimiento. Que no era más que un pueblo grande y aunque no haya dejado de serlo, aún le quedaban unos cuantos años para travestirse de esa modernidad que ahora le identifica.

Trabajaba en algo relacionado con la moda, nunca supe exactamente en qué y nunca pregunté a sabiendas de la más que imprecisa respuesta que recibiría. En la familia nunca se habla de la familia que no vive según los cánones acordados, que siendo mujer usa pantalones y viaja sin compañía o lo que es mucho peor, con ella, pero sin ser la apropiada, la que vive según sus propias reglas haciendo de su capa un sayo (cuántas veces oiría esta expresión en mi infancia).

Cuando se jubiló, puntualmente a los 65, de ese impreciso trabajo que la ligaría por siempre, al menos en mi memoria, a Barcelona, todo el mundo imaginaba que volvería a casa o que en todo caso acabaría sus días al sol de la Barceloneta. Pero en una vuelta de tuerca más de su sorprendente vida y pese a tener un piso en propiedad que le aguardaba y al que regresaba siempre en las vacaciones, permitiéndole ver a la familia el tiempo necesario para recordar por qué quería vivir lejos de ella, se mudó a Madrid.

El escándalo que provocó su mudanza madrileña fue mayúsculo, y sí, es cierto que en mi familia se escandalizaban, y se escandalizan, por bien poca cosa. Pero he de confesar que yo estaba encantada. Aún recuerdo cuando con unos 12 o 13 años aterricé en Barajas proveniente de Munich y ella me recogió en el aeropuerto y en lugar de llevarme directamente a casa nos fuimos al El Corte Inglés de Serrano, dejando el equipaje con el portero, para sentarnos más tarde en El Café Gijón en Recoletos, donde yo me tomé una horchata. Lo recuerdo perfectamente porque fue la primera y última vez que hice ambas cosas, beberme una horchata y sentarme en el Gijón. Un día de estos tendré que repetirlo, al menos lo segundo.

Se compró un piso en el barrio de Salamanca y años después allí acabaría sus días en una luminosa mañana de finales de junio donde, literalmente, cuatro personas la despedimos en el cementerio de la Almudena. Días después y tras trasladar sus cenizas en un rocambolesco viaje del que yo fui testigo y protagonista (prueben ustedes a viajar con una urna con cenizas de un fallecido en transporte público) llegaría el funeral, ya multitudinario con la familia al completo, que ya se sabe que hay pocos actos sociales mejores donde ver y ser visto que un buen funeral católico de luto riguroso.

2 perdidos en el laberinto:

Desilusionista dijo...

Con una vida semejante, la muerte es el mejor adorno posible ;)
Debía ser una mujer increíble. Eres afortunada ;)

Anónimo dijo...

Uno siempre se ha de poder vivir su vida sin que nada, ni mucho menos nadie, nos diga como hacerlo. Romper con lo "politicamente correcto" (que diríamos hoy en día) es un claro ejemplo de valentía y de fuerza que muchos (entre los que me incluyo) nos gustaría tener.
Por cierto, me ha gustado mucho el guiño al "Diablo Guardián" de Xavier Velasco, supongo que todos nos sentimos un tanto "Violetta" en esta vida.

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