sábado, julio 07, 2007

Gente que fue




Sonó el teléfono. Era tarde para ser un martes. Pasadas las once de la noche. Y digo que era tarde, para ser un martes, porque por alguna extraña razón para mí los martes son los días más cortos de la semana. Los lunes los afronto con energías renovadas y los miércoles son el anticipo de que la semana comienza a deslizarse sin remedio hacia su fin; pero los martes son tierra de nadie, y todo el mundo que me conoce (me llama) sabe que suelo acostarme muy pronto y que más allá de las 22:30 no recibo ese día.

El teléfono sonaba y en el display un número con demasiados dígitos para ser nacional, tardé varios segundos en identificar el prefijo internacional… Londres, pensé. En realidad era un número inglés, no necesariamente londinense, pero inmediatamente yo ubiqué el origen del número en la City. Y mientras elucubraba quién me llamaría desde Londres, descolgué.

Había una voz femenina al otro lado que entonó un alegre “aló?” o algo parecido y que no supe identificar de inmediato entre la duermevela y la confusión.

Era Ali, quién sino. La eterna y etérea Ali. Tenía que haberlo intuido. Londres (porque efectivamente era desde Londres la llamada, aunque la segunda pregunta en hacerse era qué hacía ella en Londres, puesto que pese a ser su ciudad de origen la había abandonado hacía unos 10 años y jamás había vuelto excepto para visitas esporádicas a su familia). Ali y Jan, a su lado… como siempre. Como tenía y tuvo que ser.

Meses después nos encontramos. Manel me recogió en el aeropuerto tras un viaje desastroso, dos aviones, el ICE, autobús urbano, metro. Demasiados medios de transporte empleados en un solo día de un viaje de cuatro días de duración. Único puente a la vista en mucho tiempo a la redonda, y dispendio agradecido a los amigos peninsulares para que pudiéramos acudir al gran evento de esa extraña, por atípica e intempestiva y sorprendente boda.

Mi primera pregunta, mientras ordenaba mi equipaje de mano, mi bolso y mi enorme maleta (agradecida de que de la boca de Manel no saliera ningún comentario acerca del excesivo equipaje para tan sólo cuatro días, por otro lado como era de esperar, pues si alguien me supera en ese tipo de excesos ése es él) fue “¿Pero de verdad se casan?”. Él afirmó con la cabeza mientras alzaba los hombros con una incredulidad ya cansada de tanto reafirmarse, pues esa misma pregunta se la había hecho por medio telefónico e informático reiteradamente durante los últimos cuatro meses e imagino que esa misma respuesta la tuvo que esgrimir ante muchos más que ante mí también durante ese período de tiempo.

Es lo que hay, es lo esperado, es lo inevitable… vino a decir. Él siempre estuvo enamorado de ella, yo siempre estuve enamorado de él. Pero él nunca supo odiar a Jan y yo nunca pude odiar a Ali. Era demasiado perfecto, era demasiado perfecta. Y juntos, cómo no, eran la pareja perfecta. Y yo aprendí a admirar la perfección.

Él, todo un caballero, se hizo cargo de mis maletas. Terriblemente engorrosas para subir y bajar del autobús, no tanto del metro. Apenas cinco minutos a pie por las ya heladas aceras a esa hora de la tarde-noche, eran más de las seis. Especialmente por el paseo a orillas del Pegnitz, la sempiterna humedad camino de la Andrei-Sajarov-Platz, en cuyas cercanías tenía su apartamento. Trayecto conocido y pese al paso del tiempo no olvidado, pues ironías del destino él había “heredado” el apartamento que hacía cinco años había ocupado Jan, y que dejó precipitadamente cuando le ofrecieron aquel trabajo en Chile, con parte del alquiler del año pagado. No recuerdo quién lo ocupó entonces, creo que se mantuvo vacío durante varios meses, que luego se hizo cargo de él un amigo y mucho más tarde lo ocupó Manel.

No tenía nada que ver con la casa que yo había conocido. Pese a que algunos muebles habían sobrevivido a la variedad de inquilinos y en una de las paredes del baño continuaban colgadas fotos dejadas por Jan de aquel viaje a México. En alguna esquina acumulando polvo seguía el Siedler testigo de tantas rendiciones y en una vitrina aquella colección de jarras robadas con absoluta premeditación y alevosía en la Oktober Fest 2000.




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