sábado, julio 07, 2007

Esos pequeños detalles


Siempre le he llamado Mr. Holmes. Él se lo toma entre risas varias y nunca tuerce el gesto sin acabar de comprender del todo que el apodo se debe a que es igualito a Basil Rathbone. Aunque afortunadamente a él no tenga que explicarle quién es, o era, Basil Rathbone, porque lo que más me gusta de él es que siempre me escuchao fingiendo más que bien que me comprende y sabe en todo momento de qué o de quién estoy hablando.

Mr. Holmes y yo nos conocemos desde hace un buen puñado de años cuando una amiga común se empeñó, sin éxito aparente, en emparejarnos. A él lo acababa de dejar su noviadetodalavida por su mejor amigo, y a mí, no recuerdo, pero imagino que alguien me habría acabado de dejar, por aquel entonces todavía me dejaban. Y ella debió de pensar que era una buena oportunidad de juntar dos nuevas soledades. No sé que es lo que le diría a él para convencerle, porque nunca me ha parecido el tipo de hombre que se someta alegremente a los experimentos de una particular celestina, en todo caso si recuerdo que a mí tuvo que rogarme y rogarme, una cena, sólo una cena, que él invita, que necesita caras nuevas, que alguien le escuche. Vamos, que al final acepté cuando acabé creyéndome que yo era su salvación y que me necesitaba a mí, justo a mí, para olvidar el trance de haberse encontrado a su amigo y a su chica, juntos, revueltos y en su cama. No hay nada como apelar a mi ego para convencerme de algo.

Ella le dio mi número y así comenzó el baile de llamadas y acuerdos/desacuerdos sobre cafés, cenas, horas y lugares propicios. Supongo que quedaríamos un viernes, tal vez un jueves, ya no lo recuerdo. Estos últimos siempre han sido ideales para esas citas inciertas, te aseguras por un lado que el fin de semana te quede “libre” por si resulta un encuentro aburrido, sin intención de repetir y por otro, si resulta bien siempre está a mano la opción de volver a verse el sábado, nunca el viernes, demasiado seguido y precipitado. Lo cierto es que fuera el día que fuera nos encontramos, nos caímos bien al primer golpe de vista y no nos resultó difícil encontrar de qué hablar. Era lo suficiente encantador como para que la tentación de salir corriendo a las primeras de cambio fuera desechada. No me aburrió en ningún momento con su charla y no sacó a relucir el tema que según nuestra celestina particular le atormentaba, a saber, su exnovia, tema para el que yo estaba perfectamente preparada con un par de discursitos acerca de la fragilidad del amor y fidelidades varias. Debo confesar que me sorprendió no encontrarme con el típico renegado post-fracaso amoroso y si sin embargo con un bebedor insaciable de tequila que a las siete de la mañana aun se mantenía en pie y conservaba la coherencia, el equilibrio, la conversación y el sentido del humor.

Resumiendo, que Mr. Holmes me ganó para su causa, lo suficiente como para romper mis estúpidas reglas de no quedar dos días seguidos con el mismo tipo tras una primera cita y decidimos volver a vernos la noche del viernes, es decir, tan sólo unas pocas horas después de nuestro primer encuentro. No tenía pinta de ser el hombre de mi vida, pero era lo que yo llamaría un buen proyecto.Horas después, mismo lugar, misma hora. Probablemente menos incertidumbre y más expectativas. Dos besos de rigor tras mi más que considerable retraso y hace una cerveza. Local pequeño, atestado de gente, demasiado calor, se quita la cazadora o la prenda de abrigo que llevara en ese momento, no recuerdo, era invierno. Mi vista se nubla y por momentos no veo o no quiero ver lo que veo. Su atuendo, lo que lleva puesto. Indescriptible, camisa de franela a cuadros, de esas que yo llamo de leñador, por encima, chaleco de lana, verde oscuro. Un horror, un auténtico horror, un espanto, más que eso, un atentado contra el buen gusto, una tragedia griega. El fin, y yo que he jurado siempre y de corazón que lo que importa es la belleza interior reniego ipso facto de todas las veces que con convencimiento me lo repetí, pero con el matiz de que la apariencia física debe ser el reflejo de esa bella interioridad en forma de un corte de pelo o unos J. Choo; pero en un chaleco de lana verde, no, nunca. Seré una fashion victim, de la moda ajena, especialmente, pero es que ese chaleco no se lo hubiera perdonado ni a Steve Mcqueen. Apuré la cerveza de un trago y decidí pasar a la cena lo antes posible mientras planeaba mi huida, un dolor de cabeza, una llamada inoportuna, unos tacones imposibles.

A pesar, muy a pesar del chaleco y de sus camisas de leñador Mr. Holmes me ganó, no esa noche, obviamente, y sólocomoamiga. Y nos vimos, y nos vemos muchos otros jueves, pero eso sería otra historia. Y esos pequeños detalles, unos cuadros fuera de sitio o un verde que emborracha hicieron que no fuera lo que tal vez debió haber sido.

P.S. Nunca más volví a verle con ese chaleco verde musgo, pero ya era demasiado tarde... y no hubo vuelta atrás.

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