martes, mayo 20, 2008

Crónica de un día cualquiera

La verguenza es un sentimiento revolucionario.

Karl Marx



Es habitual que las adolescentes y no tan adolescentes sueñen y suspiren con actores, cantantes y futbolistas. Los sueños de una amiga los protagonizan toreros de todo pelaje, nunca he sabido ni he querido preguntar el motivo, intuyo que mejor así. Otras en cambio hacen protagonistas a sus vecinos del cuarto, a sus jefes o profesores, al desconocido con el que comparten barra y café por las mañanas o asiento en el metro o autobús. A una conocida le pone su gay compañero de trabajo, a otra George Clooney y Marlon Brando en camiseta (comparto estas dos últimas debilidades). Conocía a alguien que encontraba tremendamente sexy a Santiago Belloch, el de las profundas ojeras, que fue ministro y luego alcalde de Zaragoza, no sé si sigue en el cargo. Era de las mías porque a mí, aunque nadie lo comprenda y comparta, ni falta que hace, los políticos o ciertos políticos para ser exacta me gustan. En realidad el número es de ellos es bastante reducido y últimamente me planteaba seriamente ampliarlo incluyendo a cierto ex-pretendiente de una de mis hermanas que ha acabado de diputado en las Cortes tras las últimas elecciones generales pero como las pulsiones que motivaban esa decisión eran más racionales que hormonales no llegó a buen puerto la idea.


Y todo esto viene a cuento porque recientemente y en mi peor momento, es el tipo de cosas que siempre me pasan a mí, porca miseria, uno de estos, mis sex-symbols particulares, hizo acto de presencia y yo con el pelo mojado.


De cuando en cuando a una le da por travestirse de pija y elegante y se calza tacones, se maquilla y se viste para ir a trabajar. No suele ser demasiado habitual pues el frío que se pasa en mi oficina es antológico y no da para muchas elegancias no por falta de calefacción, que haberla hayla, sino por el escaso uso que se hace de ella. Ni que la pagáramos nosotros, que para eso somos funcionarios. Mi jefe nunca, y nunca es nunca, tiene frío y siempre da por supuesto que el resto nunca, y nunca es nunca, tienen frío. Da igual que nos vea con el abrigo sobre los hombros toda la mañana o envueltas en todo tipo de chales o echarpes, la calefacción no se enciende y si se enciende en el mejor de los casos es durante un par de horas durante las cuales no llega a notarse diferencia alguna de temperatura. De este modo elegantemente vestida, tiritando de frío y con una bufanda al cuello prestada por Rita "la cantaora", de género indescriptible, maxilonguitud y colores varios e incompatibles entre sí y con mi atuendo me disponía a pasar la mañana cuando ella a cambio de la sin par bufanda me pide un favor que consiste en llamar a nuestro Mac Giver particular para pedirle que acuda raudo y veloz a cambiar un fluorescente que no funciona. No llego a preguntar el por qué debo ser yo quién le llame porque ya me conozco la respuesta, con ella (y casi con nadie) no se habla y lo más probable es que no le coja el teléfono, pero tal vez si ve mi extensión conteste. Marco con resignación, tanta como la que se percibe en la voz de Mac con un: -"Dime, Dae...", intuye que le voy a pedir algo y no precisamente para mí. Le transmito la orden y ruego y él me dice no se qué de unas peanas que está pintando y que no puede abandonar... ¿¿¿Unas peanas??? Ni insisto ni pregunto ni le doy explicaciones a Rita, simplemente un "no puede venir" mientras comienzo a negar con la cabeza, no, yo no te lo cambio, que por hacer algo una vez como gran favor y ante la inutilidad generalizada existente una no se convierte en experta, ni me pagan por ello, todo hay que decirlo.


Cómo consiguieron convencerme pasará a los anales de los grandes misterios de la historia y sin comerlo ni beberlo me vi subiendo una escalera colocada previamente sobre a una mesa para alcanzar altura (si nos hubiesen visto los de prevencinón de riesgos), bufanda al aire, remangando la falda y con unos crocs prestados de color chillón a cambio de los tacones que habia dejado en el suelo, esos zuecos indescriptiblemente horribles que parece nos invaden en los últimos tiempos. Cuando ya estoy en lo alto se abre la puerta y entra mi jefe acompañado de dos seres trajeados. Tras el susto de su "qué c* haces ahí subida, nena, te vas a matar" que casi me hace caerme de cabeza al suelo comienzo a sentir que sufro como poco mal de altura porque no puedo creer que una de las caras que me mira entre la incredulidad y la risa sea quién creo que es. Me consta que mi jefe está bien relacionado con las altas esferas y poderes fácticos de esta nuestra administración autonómica de la que por otro lado formamos parte, pero carajos, podría haber elegido otro momento para relacionarse.

Me precipito escaleras abajo aún a riesgo de partirme la crisma mientras me deshago con una mano de la bufanda y trato de liberar mis pies de los horrendos zuecos para acabar en última instancia descalza, de cabeza y casi de rodillas a ras de suelo y ante los pies (nunca mejor dicho) del insigne Secretario General. "Tranquilos", dice la Viudita Alegre conteniendo las carcajadas, " que más abajo no va". Lo que ni más abajo, ni más arriba, hubiera podido ir era mi verguenza y mi dignidad. Esta última la que utilicé para con la mejor de mis sonrisas levantarme y a falta de una frase mejor que decir preguntar dónde estaban mis zapatos.

1 perdidos en el laberinto:

Necio Hutopo dijo...

Y bueno, lo menos que puedes decir es que fue una primera impresión de esas que jamáz se le olviodarán

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